martes, 29 de mayo de 2018

La soledad de los hoteles




Hoteles de lujo en los lugares más emblemáticos y glamurosos, junto al lago Ontario en Toronto o Michigan en Chicago; con vistas al neoyorquino Central Park o en la Quinta Avenida; en el moderno barrio parisino de La Défense, frente al londinense Marble Arch o próximo a la bahía de San Francisco. Habitaciones con todos los adelantos y elementos necesarios para que la estancia resulte lo más cómoda posible: grandes ventanales, salón anexo al dormitorio con mueble bar generosamente equipado, televisor con pantalla LCD y con acceso a decenas canales de televisión por cable. En el baño, el más completo surtido de artículos de limpieza y cosmética, con las toallas más grandes y suaves del mercado y un par de albornoces con pantuflas incluidas. Instalaciones con todo tipo de servicios públicos y privados: restaurantes temáticos, sala de fiestas, Spa, gimnasio, piscina, masajes, etc. Todo ello para hacer la estancia más placentera.

Qué bonito es viajar y poder disfrutar de ese confort, os diréis. Sin duda. Pero no todo es miel sobre hojuelas, ni todo el monte es orégano, ni es oro todo lo que reluce, según el gusto del consumidor de refranes, porque hay un elemento crucial que puede hacer que todo lo anterior carezca del valor “extra ordinario” que quiere otorgarle la cadena hotelera y que pase desapercibido, si no en su totalidad, sí en gran parte: la soledad del usuario.

Nunca me he sentido más solo que en una habitación de hotel, tras cerrar la puerta, dejando atrás un largo y pesado viaje y teniendo ante a mí varios días de largas y tediosas reuniones.

Mis viajes por trabajo han consistido, por lo general, en la asistencia a reuniones con colegas de otras filiales de la empresa o bien a simposios y congresos del sector farmacéutico. En la gran mayoría de ocasiones he asistido solo (por lo del ahorro), sin una compañía que pudiera hacer más amena y llevadera la estancia. Si bien la soledad tiene la ventaja de la libertad de movimientos, por otro lado, no tienes con quien compartir ni una triste cerveza en esos escasos y preciados momentos de relajación. Aunque también debo decir que en alguna ocasión en la que ello no ha sido así, he pensado en el refrán de que más vale solo que mal acompañado.

Lo único positivo de algunos viajes ha sido la posibilidad de hacer turismo, aprovechando el habitualmente escaso tiempo libre antes o después de las sesiones de trabajo, ya que durante las mismas no te queda más remedio que confraternizar con tus colegas pues, por muy amigables que sean, llega un momento en que uno necesita desconectar y dejar de hablar y pensar en inglés. En el caso de un simposio o congreso, donde no conoces a nadie, la situación puede llegar a ser más abrumadora, ya que te sientes obligado a entablar conversación con desconocidos con los que apenas tienes algo en común. Únicamente después de cenar recobras ese esperado instante de libertad que aprovechas para retirarte a tu habitación y encontrarte solo entre cuatro paredes lujosamente decoradas. Y es que esas cuatro paredes solo son un reducto de sosiego y desconexión temporal de la agobiante labor de las relaciones públicas profesionales.

Mirar (que no ver) la televisión tumbado en una confortable cama King-size, con cuatro o cinco almohadas con distinto relleno y textura, cambiando de canal, a cual más aburrido (y luego nos quejamos de los programas de las cadenas españolas), o mirar el techo buscando el modo de relajarte y prepararte anímicamente para la reunión o sesión del día siguiente, o contemplar tras los cristales del ventanal la increíble vista de la ciudad bajo la luz del crepúsculo, para acabar rellenando el tarjetón, que luego colgarás del pomo exterior de la puerta, en el que has indicado lo que quieres tomar de desayuno y la hora o margen horario en el que deseas recibirlo en tu confortable habitación, y poniendo el despertador (no me fio de los conserjes encargados del morning call) a una hora muy temprana para que el camarero o camarera del servicio de habitaciones no te pille por la mañana en la ducha o en calzoncillos, tarea esta innecesaria pues siempre te despiertas con mucha antelación, por eso de los nervios. Esa es la vida privada que cada noche se repite en la lujosa habitación de hotel que te ha tocado en suerte.

Volviendo a la actividad de “turista accidental”, en bastantes las ocasiones, debido al calendario y horario de vuelos, he debido acudir a la localidad donde tenía lugar el evento un día antes o bien marcharme un día después que el resto de asistentes. Han sido, pues, esos momentos libres de obligaciones profesionales los que he podido dedicar a conocer someramente las ciudades en las que me he alojado. Pero lo que para muchos habría sido motivo de placer (cuántas veces han envidiado mi suerte amigos y familiares), en mi caso, aun sacándole el máximo provecho, ha resultado un motivo más para sentir lo que llamaría la soledad del viajero. Pasear solo, visitar un museo solo, almorzar y cenar solo, dormir solo. La peor experiencia en este sentido fueron los cuarenta días que tuve que pasar en Bruselas en acto de servicio para la empresa belga en la que entonces trabajaba. Si bien dediqué los fines de semana a recorrer la ciudad y alrededores, todas las tardes, grises y oscuras, de aquellos meses de enero y febrero, tras la jornada laboral, me encontraba recorriendo a solas las calles con la única compañía de un paraguas que me protegía de la recalcitrante aguanieve y cenando (mi superior belga fue muy generoso y bondadoso conmigo) en los mejores restaurantes bruselenses que rodean la Grand-Place. Cada vez que el maître, viéndome solo, me preguntaba lo evidente, “¿mesa para una persona?”, me asaltaba una extraña sensación de rareza y abandono. Quizá todo esto suene a la percepción de un ser triste y deprimido. ¿Qué queréis que os diga? Quizá sí. Tenía veinticinco años y era la primera vez que salía de España solo y por motivos de trabajo. Pero esa solo fue la primera de las muchas experiencias que le han seguido, aunque ninguna tan prolongada.

Cuando estás ─o te sientes─ solo, rodeado de una muchedumbre desconocida y extraña para ti, las horas se hacen interminables en cualquier parte. Salas de espera en terminales interminables, enormes y fríos vestíbulos de hotel, bares y restaurantes abarrotados de clientes, ya sean parejas o grupos de amigos. Y tú ocupando una mesa en un rincón de la sala o del comedor para intentar pasar desapercibido y contando las horas para estar de nuevo con los tuyos, en tu ambiente y con la compañía que deseas y echas en falta.

He estado en muchos hoteles y ciudades de Europa y América por trabajo y nunca me he sentido totalmente a gusto. Llamar a casa y oír una voz querida era lo único que llenaba de luz esa penumbra anímica que me provocaba la soledad.

Quizá sea un tipo raro, o por lo menos atípico, pero para mí no hay nada menor que estar en casa. Y si hay que hacer turismo, que sea en grata compañía. La soledad de los hoteles no se la deseo a nadie.



martes, 22 de mayo de 2018

La letra con sangre entra

Este post se publicó ayer en "Tertulia de Escritores" respondiendo a la invitación de su administradora, Lola O. Rubio. Como no veo ningún inconveniente en compartirlo también en este blog, siendo yo el autor del texto, aquí os dejo mi análisis sobre un estilo educativo que los que ya peinamos canas hemos tenido la oportunidad de conocer y sufrir.





Este famoso aforismo se le adjudica a Domingo Faustino Sarmiento, presidente de Argentina entre 1868 y1874, pedagogo, filósofo y docente, y que, al parecer, nació a raíz de un artículo que escribió sobre el efecto a largo plazo resultante de azotar a los niños en su cociente intelectual.

Esta creencia en la dureza en el trato a los estudiantes para favorecer su rendimiento escolar, tuvo uno de sus más entusiastas seguidores en el sistema de enseñanza inglés, sobre todo hacia finales de la época victoriana, en la que la rigidez disciplinaria era la base en la que se sustentaba su sistema educativo eminentemente tradicionalista. Colegios y residencias privadas hacían gala de dicha severidad y, a la par, del alto nivel de preparación con la que se graduaban sus alumnos. Internados y escuelas de élite prodigaban el castigo y un rigor casi militar para formar a sus alumnos, con el beneplácito de los padres y de la sociedad en general.

En nuestro país, en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, era práctica habitual que en los colegios, sobre todo religiosos, se aplicara mano dura con los alumnos, no solo para formarlos como buenos cristianos y ciudadanos sino también para mejorar su actitud en el estudio y aprendizaje. Golpear con una regla o tablilla de madera la palma de la mano o las yemas de los dedos, método este más doloroso, lanzar el borrador e incluso una vara a modo de proyectil (mi profesor de latín, practicante de este ejercicio, la apodaba “la milagrosa” por sus dones persuasivos), tirar de las patillas hasta obligar al alumno a levantarse y ponerse de puntillas, propinar un cogotazo a traición por pillarte hablando durante la hora de estudio (así entendí el significado de “ver las estrellas”), y otras pequeñas salvajadas, son unos pocos pero representativos ejemplos del trato que se dispensaba a los alumnos “díscolos” en mi colegio privado y religioso, del que, a pesar de todo, guardo un buen recuerdo. No vayáis a pensar que un servidor era uno de esos colegiales díscolos. En absoluto. Podría decirse que era un alumno ejemplar. Pero hasta el mejor de los mejores tiene alguna vez un desliz en forma de unos ejercicios no resueltos, un borrón en la lámina de dibujo, una lección no bien aprendida o ser un charlatán en clase o en Misa (que hasta cierta edad era diaria).

Hoy día serían inconcebibles tales comportamientos. En aquella época, ir a tu padre con el cuento de que el profesor te ha puesto la mano encima era motivo suficiente para que tu progenitor hiciera lo propio ─dos tortazos al precio de uno─, respaldando al docente con el argumento de que “algo habrás hecho”. Hoy, en cambio, por mucho menos, el maestro o maestra podría ser objeto de insultos y amenazas por parte de los padres del chico o chica ofendido/a, la apertura de un expediente disciplinario o quizá incluso la expulsión del centro docente. Antes, los niños más disciplinados, como yo, podían ser sometidos a escarnio y al castigo por parte de algún profesor que se excedía en sus atribuciones y autoridad. Hoy esa autoridad ha menguado sustancialmente y hasta el alumno más gamberro goza de una protección inmerecida. Como ha ocurrido con otras muchas cosas en este país, hemos pasado de un extremo al opuesto en cuestión de unas pocas décadas.

En aquel entonces, las amenazas y el temor al castigo, en cualquiera de sus manifestaciones, eran motivos más que suficientes para que un alumno mínimamente disciplinado se esforzara en cumplir con las tareas encomendadas, a hacer los deberes hasta la hora de cenar, de lunes a viernes, y durante una buena parte del fin de semana (hasta mediados de los años 60 el sábado por la mañana era lectivo), aprendiéndose la lección de memoria sin importar su comprensión ni utilidad. Porque esta era otra cuestión: la inteligibilidad de lo enseñado, tanto por vía oral como escrita, era lo de menos. Muchos profesores se limitaban a recitar la lección tal como lo habían venido haciendo durante toda su vida laboral, a veces con tal entusiasmo que tenía verdaderos efectos somníferos. Por su parte, los libros de texto, especialmente los de ciencias, estaban redactados con un vocabulario demasiado enrevesado para un chaval de 10 e incluso de 14 años.

¿Qué es un logaritmo y para qué sirve? O una derivada. O una integral. O… Qué más da, se aprende de memoria y punto. Hay que aprobar el examen y eso es lo realmente importante.

Cuando ya siendo padre de familia, veía los libros de texto de mis hijas, quedaba agradablemente sorprendido. Dibujos explicativos ilustrando un texto teórico mucho más “amigable”. Todo mucho más gráfico y comprensible. Me dieron ganas de matricularme en primero de ESO para empezar de nuevo. Luego volvieron a cambiar los planes de estudio, y con ellos supongo que también los libros de texto, supuestamente para mejor.

Siendo así, era de suponer que el nivel de conocimientos de la juventud actual, instruida siguiendo esos sistemas de enseñanza tan didácticos, sería mucho más elevado que el de mi generación, que aprendimos a palos, metafóricamente hablando. Craso error. El fracaso escolar en España es actualmente uno de los más altos de la UE, y el nivel de conocimientos de nuestros estudiantes está por debajo de la media europea. No cito cifras porque las distintas fuentes consultadas arrojan datos no coincidentes más que en la unanimidad de que nuestros jóvenes no están lo suficientemente “ilustrados”, y ni siquiera tienen un nivel de comprensión lectora adecuado. ¿Qué decir ante ello? ¿Cómo se explica?

Procedo de una época en que el nivel de analfabetismo en España estaba en torno al 17% y la tasa de niños escolarizados, a pesar de la ley, solo alcanzaba el 35%. Por lo tanto, que haya personas de mi edad cuyo nivel cultural sea bajo o muy bajo es comprensible. Pero lo que no entiendo es que jóvenes que han cursado la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) hasta los 16 años, no sepan apenas nada de la Revolución Francesa, de la Segunda Guerra Mundial, de quién fue Stalin o Mao, ni mencionar una sola obra de Lope de Vega, ni, horror, saber situar en el mapa alguna de las ciudades y ríos más importantes de la Península Ibérica.

No quisiera generalizar. Hay alumnos y jóvenes muy cultos, por supuesto, pero me da la sensación de que no son mayoría. También es verdad que siempre ha habido malos estudiantes y estudiantes zoquetes. Yo no fui precisamente un estudiante brillante pero sí trabajador, a pesar de no saber para qué servían algunas de las cosas que me enseñaban. Quizá si hubiera gozado de los métodos actuales sí habría sido un alumno sobresaliente. Esto nunca lo sabré. Pero lo que no puedo aceptar es que, existiendo una enseñanza obligatoria que todo alumno debe seguir y superar, haya jóvenes (y no pocos) que tengan una cultura general muy por debajo de lo esperado y deseable. ¿Cómo puede haber licenciados que cometan faltas de ortografía? ¿Cómo puede haber jóvenes con estudios superiores que no han leído un libro en su vida de forma voluntaria?

¿En qué han fallado los sucesivos sistemas educativos que han visitado nuestras aulas durante los últimos treinta años? ¿Acaso era mejor el sistema educativo de los años 50 y 60? Si nos atenemos a los resultados ¿será cierto que la única forma de que un alumno estudie y aprenda es a base de correctivos? La idea me asusta.

Hasta ahora había creído fervientemente en los refranes y en las frases grandilocuentes convertidas en máximas populares. Pero ahora tengo serias dudas sobre la que encabeza esta entrada. ¿Qué ventajas e inconvenientes tiene la disciplina y mano dura en la enseñanza? ¿En dónde reside el éxito de una buena educación? ¿En el alumno, en el profesor o en el sistema? ¿En todos ellos a la vez? ¿Cómo puede ser que, con unos profesores incompetentes y un sistema arcaico, los alumnos de mi generación, tan listos o tan tontos como los de ahora, tengamos ─al menos esta es mi percepción─ unos mayores conocimientos tanto en materias de ciencias como de letras?

Hace mucho tiempo que me propuse no convertirme en uno de esos viejos que añoran el pasado y reniegan de la juventud actual. Pero viendo cómo está el país, no puedo evitar temer que lo dirijan en un futuro quienes ahora no saben ubicar Australia en el mapamundi.


Ilustración: Escuela de pueblo, de Albert Anker (1831-1910)


viernes, 11 de mayo de 2018

¿Quién hay detrás de esta firma?


Esta vez no voy a andarme con rodeos, ni con sutilezas, dejando al lector adivinar o sospechar quién está detrás de la historia, como hice en mi relato “El hombre más poderoso” (Relates de una vida, 05-02-2018). No, esta vez hablo de Donald John Trump, el magnate y político norteamericano, presidente de los EEUU por obra y gracia de sus votantes y propietario de esta firma. No hay posibilidad de confusión, no hay ─creo yo─ otra firma igual. No hay que ser un experto en grafología, cada firma lleva su seña distintiva de identidad. Vale, no es como una huella dactilar, pero casi. Así pues, ¿quién se esconde detrás de esta firma sin igual?

Según los expertos en el tema, la grafología es una pseudociencia que pretende definir la personalidad y el carácter de una persona. Según sus defensores, sin embargo, la escritura sí es una expresión de la personalidad. Algunos grafólogos incluso opinan que puede servir para diagnosticar el grado de salud mental de un individuo.

Recordaréis que, ante las continuas sospechas o acusaciones de desequilibrio mental de Trump, este fue sometido, por voluntad propia, a un test psicológico que determinó que sus facultades mentales eran óptimas. Según el médico de la Casa Blanca, Ronny Jackson, no había duda de que el presidente, “pese a bordear la obesidad y de abusar de las hamburguesas, estaba en plena forma física”. En cuanto a su salud mental, la prueba a la que fue sometido, un test cognitivo conocido como Montreal Cognitive Assesment, que evalúa básicamente la atención, concentración, memoria, lenguaje, pensamiento conceptual, capacidad de cálculo y orientación de un individuo, dio resultados más que satisfactorios. Dicho de otro modo, que Donald Trump es capaz de concentrarse, entender y memorizar lo que le dicen, sabe expresarlo ─a su manera─, y calcular y orientarse correctamente. Lo que ya no sé ─seguramente porque no soy psicólogo clínico─ es si sabe calcular el alcance de sus decisiones. El hombre está, pues, sano y cuerdo. Veamos ahora, según la grafología, qué tipo de hombre sano es.

En un artículo publicado el 30 de enero de 2017 en RT por María Jesús Vigo Pastur (ignoro la intencionalidad de esta redactora y técnica de comunicación), la grafóloga y perito calígrafo, Sandra Cerro, una de las expertas en grafología más reconocidas y solicitadas de España, calificó la personalidad de Trump, en base a su firma, del siguiente modo:

Las mayúsculas iniciales altas, forma angulosa (los llamados dientes de sierra) o ejecución en eje vertical, denotan autoridad, orgullo, inflexibilidad, temperamento fuerte y determinación.

La escritura continua, uniendo unas letras con otras, y la forma de terminar la firma indica un carácter de líder autoritario, el del yo ordeno y mando, más autoafirmador que realizador.

Esta información, según Sandra Cerro, revela que Trump es el “clásico líder dictatorial de tipo coercitivo”, que demanda ser el centro de atención y que requiere obediencia inmediata y sumisión por parte de sus subordinados. “Es una persona intransigente, que le cuesta ser flexible a la hora de respetar las opiniones y criterios de los demás”. Finalmente, lo califica como “una persona vanidosa y con una autoestima bastante alta (¿solo bastante?), a quien le gusta el ejercicio del poder desde la cúspide”.

Pero no todo van a ser rasgos negativos. Entre los positivos, la grafóloga destaca “su gran determinación y perseverancia. No para hasta conseguir sus objetivos”, aunque, a mi modesto entender, estas cualidades pueden ser un arma de doble filo, según sea el objetivo de su determinación. Lo que sí resulta claramente positivo y tranquilizador es que, según esta experta, también “es una persona moderada y reflexiva, en tanto que no es una persona impulsiva que se lance sin control a enfrentar decisiones o proyectos”. A mi modo de ver, no es esta la imagen que da ese mandatario ante las cámaras. Pero si lo dice la reputada grafóloga y perito calígrafo, por algo será.

Solo espero que así sea, y que esta cualidad la comparta con su rival en la política estratégica internacional Kim Jong-un, de cuya firma no he logrado obtener una imagen clara y fiable (¿será un secreto de Estado?), aunque recientemente este líder parece mostrar una cara más amable y una actitud más tolerante de la que nos tiene acostumbrados.

¿Y por qué tanto interés por la personalidad de Donald J, Trump?, os preguntaréis. Pues no sé. ¿Será porque le veo a diario, porque me cae fatal, porque es uno de los hombres más poderosos del mundo y porque tiene, en algún lugar ─espero que a buen recaudo─, un botón nuclear que, según sus propias palabras, es más grande y más poderoso que el de su colega norcoreano?