jueves, 26 de abril de 2018

El (auto)engaño de las rebajas




Todavía faltan unos meses, pero hay que ir calentando motores. Las rebajas se acercan inexorablemente, preparad la cabeza y los bolsillos porque quizá no salgan tan a cuenta como tenéis pensado.

¿Realmente se ahorra dinero con las rebajas? ¿No acabaremos comprando más de lo que necesitamos y, por lo tanto, gastaremos más de lo estrictamente necesario?

Al margen de que con algunos productos, especialmente ropa de vestir, nos pueden dar gato por liebre, colándonos un artículo excedente de la pasada temporada, lo cual es un claro fraude, si no estafa, otro engaño es el que nos autoinfligimos, comprando más de lo necesario y acabando gastando más de lo que pretendíamos.

Si escribo en plural no es porque me incluya como comprador, pues no suelo ser amante de las rebajas por estos motivos, sino como miembro de esta sociedad de consumo que no está libre de caer alguna vez en esa trampa.

Lógico es que si, por ejemplo, necesito comprarme un traje, espere, si puedo, a las rebajas de julio o enero, con lo cual me ahorraré un buen dinero. Pero otra cosa es que, como ese traje cuesta un 40% por debajo de su precio habitual, me compre dos aprovechando esa rebaja sustancial. Pero ¿necesitaba dos trajes? Si es así, nada que objetar, he adquirido dos trajes por poco más de lo que cuesta uno fuera de rebajas. Lo mismo podría suceder con una camisa o unas bermudas, pues, aunque la intención inicial era comprar una unidad, al final han sido dos, que nunca vienen mal. Pero en muchos otros casos, ¿necesitamos realmente dos unidades? ¿Compraríamos dos ollas a presión o dos hornos microondas por el simple hecho de que están rebajadas un 70%? Supongo que si se tiene una segunda residencia quizá sí.

Posiblemente mi opinión sea (¿un poco, mucho?) machista, pero creo que las mujeres son una presa mucho más fácil que el hombre en el terreno de la ropa, zapatos y complementos, aunque quizá esto también esté cambiando en la sociedad moderna. Yo solo puedo hablar por los de mi generación. ¿Acabar comprando dos parejas de zapatos, dos blusas, dos chaquetas, dos faldas, dos pantalones, etc., etc., etc., solo porque están muy bien de precio es rentable? Para responder a esta pregunta solo hay que hacer números y comparar lo que costaría comprar las unidades que realmente se necesitan al precio rebajado con el gasto final que ha representado la compra de más unidades de las realmente necesarias. Cuando se plantea a una compradora de rebajas esta cuestión, la respuesta es siempre la misma: ¡pero si estaban casi a mitad de precio!

Estoy seguro de que en un gran porcentaje de casos, comprar en época de rebajas, siguiendo este patrón de conducta, resulta más caro que durante la temporada normal. Si en junio o diciembre quiero comprarme un bañador o un abrigo, respectivamente, lógico es que espere un mes y me costará bastante menos, eso sin tener en cuenta lo dicho anteriormente sobre si lo que compraré en ambos casos será exactamente lo mismo o algo parecido y de menor calidad.

No digo que no haya casos en que los comercios ofrezcan el mismo producto algo rebajado para captar más clientes y asegurarse una buena campaña, pero cuando el porcentaje de rebaja es tan alto como el 70%, aquí hay truco. Seguramente quieren sacarse de encima modelos anticuados o invendibles o con alguna pequeña tara, y con el enorme margen de beneficio que tienen las prendas de vestir, cuentan que, con el efecto llamada, al final acabarán con unos beneficios que, de otro modo, no habrían obtenido.

¿Todos salen ganando con las rebajas? Depende. Los comerciantes por supuesto que sí, de lo contrario no existiría esta práctica. Pero ¿y el comprador? ¿Cuánto ha acabado saliendo de su bolsillo? ¿Realmente ha ahorrado con respecto a lo que habría gastado si solo hubiera adquirido lo justo y necesario?

Yo creo que, durante las rebajas, a veces nos engañan y muchas otras nos engañamos sin pensarlo.

Así pues, empezad a pensar en ello. Que no nos engañen ni nos autoengañemos.



martes, 17 de abril de 2018

Los hombres-niño




Hoy traigo un tema que no es conflictivo ni creo que pueda herir susceptibilidades, a menos que alguien se vea reflejado o se sienta aludido, cosa que dudo. Digamos que es una simple reflexión sobre lo que considero un curioso, por no llamarlo extraño e impropio, comportamiento de algunos fanáticos del fútbol.

Hay un antiguo dicho inglés que dice así: “El fútbol es un juego de caballeros jugado por villanos y el rugby es un juego de villanos jugado por caballeros”. Sería como decir que en el deporte las apariencias también engañan.

Esta entrada no va sobre la violencia en el fútbol, sobre los hinchas energúmenos, los supporters descontrolados o hooligans ─los auténticos villanos─, cuyo comportamiento degenera en una lamentable agresividad fuera del campo, que muchas veces esconde una rivalidad extradeportiva y que raya el límite de la delincuencia. No, mi comentario de hoy va de algo mucho más simple pero no por ello menos inquietante desde mi punto de vista.

Que a los críos les encanta las pelotas es algo tan obvio como que la tierra no es plana. Es divertido jugar con una pelota. Siempre ha sido así. Y como todos sabemos que el fútbol es el deporte rey, desde que tengo uso de razón, este ha sido y sigue siendo un juego apasionante para la mayoría de los españoles, mayores y pequeños.

Lo que, a mi juicio, resulta digno de estudio es el hecho de que, llegada la edad adulta, muchos hombres ─no recuerdo haberlo visto en mujeres, aunque todo se andará─ sigan mostrando un comportamiento pueril en torno al fútbol. De ahí que los haya bautizado como “hombres-niño”.

Debo reconocer que no soy muy aficionado al fútbol, solo me interesa de forma muy ocasional. Tampoco soy aficionado a ningún deporte (un poco rarito sí que debo ser, tendré que hacérmelo mirar, aunque me temo que ya he llegado tarde). Aun así, comprendo perfectamente y empatizo con quienes sí lo son y entiendo la alegría o la decepción ante el triunfo o la derrota de su equipo, y ya no digamos cuando está en juego ganar o perder un campeonato. Pero muy distinto es ver gritar como un histérico o llorar como un niño a un adulto ante una jugada excelente o, por el contrario, controvertida, o ante un resultado favorable o adverso.

Y ahora viene el momento de poner un par de ejemplos (no son muchos, pero sí bastante elocuentes) para abandonar el terreno de la elucubración. Seguramente hay muchos más pero solo he sido testigo de estos dos, será porque no soy un seguidor de los programas deportivos.  Por mucho que se diga que una flor no hace primavera, estoy convencido de que estamos ante un hecho bastante frecuente. Si he elegido estos dos casos ha sido por su notoriedad y no movido por ninguna animadversión hacia ellos ni hacia los equipos de los que son seguidores. Quien los conozca podrá juzgar por sí mismo. Y quien no, tendrá que fiarse de mi palabra.

El primer protagonista de esa conducta “peculiar” es Tomás Roncero, 52 años, periodista deportivo y redactor jefe del diario AS, cuya actitud es más propia de un niño de corta edad, tirándose de los pelos, revolcándose por el suelo, poniendo a prueba sus cuerdas vocales, llorando de alegría, besando la pantalla de plasma de un televisor, gesticulando y braceando histéricamente como signo de emoción ante una proeza de su ídolo o equipo, o bien de protesta ante una supuesta injusticia arbitral en su contra.

Al principio pensé que solo se trataba de hacer comedia, una puesta en escena para encender los ánimos de sus oponentes o enardecer los de sus partidarios. Pero su última y reciente escenificación, llorando a lágrima viva tras el gol de Cristiano Ronaldo que clasificó al Real Madrid para las semifinales de la Champions League, corroboró el realismo de su conducta.

Y como en todas partes, y países, cuecen habas, también he podido observar idéntico comportamiento ante las cámaras al segundo protagonista de este relato, Tiziano Crudeli, 74 años, presentador y periodista deportivo italiano, a quien, viendo sus colosales y antinaturales explosiones de cólera ante un gol marcado a su amado Inter de Milán o de júbilo viéndole ganar un partido, he llegado a temer que le diera un ataque al corazón en pleno estudio de televisión.

¿Es normal que una persona adulta y con un mínimo de luces se comporte de esta manera ante algo que, por muy apasionante que resulte, no es más que un juego? ¿Tan trascendental es para la vida de una persona, por muy periodista deportivo que sea, que su equipo gane o pierda un partido, aun siendo una competición europea o mundial, como para armar tal revuelo? ¿Tan importante es el fútbol para que desate estas pasiones descontroladas? ¿Por qué no ocurre lo mismo en otros deportes como el balonmano, el balonvolea, el waterpolo o el tenis? Aunque el elemento común de estos juegos sea una pelota, supongo que no es esta la culpable de esos arrebatos desmedidos, sino el juego en sí. ¿Qué tiene, pues, el fútbol que convierte a un hombre en niño o, peor aún, en un energúmeno?

Cuando uno participa como espectador en un determinado juego deportivo es lógico dejarse llevar por el apasionamiento, pero jamás se deberían perder los modales. Si esas reacciones irracionales a las que he aludido tuvieran lugar en personas con un bajo nivel de civismo y educación, sería hasta cierto punto entendible, aunque no por ello justificable. Lo que ya no me resulta comprensible es que este comportamiento infantiloide se de en personas con un supuesto nivel cultural aceptable.

Los hombres-lobo son un mito, pero los hombres-niño parece que son una realidad. ¿Conocéis personalmente a alguno? ¿Acaso sois uno de ellos?


jueves, 5 de abril de 2018

Apariciones y desapariciones




No se trata esta de una entrada sobre espíritus o fantasmas, ni sobre nada paranormal. Solo trata del comportamiento de mis blogs ─y supongo que de muchos más─, que se hinchan y deshinchan como un pez globo. Si al principio se me antojaba un efecto extraño, pues era algo ajeno a mi voluntad, luego entendí a qué podía deberse y ahora soy yo quien contribuye a ello.

Durante un curso al que asistí sobre asertividad, impartido por el psicólogo clínico Enrique García Huete, este nos habló de los distintos grados que existen en las relaciones humanas y afirmó que el círculo de amistades está formado por un número limitado de estas y que no puede expandirse más allá de un determinado valor, dependiendo de cada persona. Superado este valor máximo, cada nueva “entrada” lleva aparejada, tarde o temprano, una “salida”, manteniéndolo así constante. Según él, el motivo es que no podemos mantener un número ilimitado de relaciones estrechas. Solo podemos dedicarles un tiempo restringido, por lo que no podemos cultivarlas todas a la vez durante mucho tiempo.

Algo parecido debe haber sucedido con mis blogs, pues he observado cómo a lo largo de sus cuatro años y medio de vida han ido cambiado sus seguidores. Y como seguidores me refiero a quienes, con su constante presencia y comentarios, lo mantienen vivo. Al principio, cada nuevo “adepto” era motivo de satisfacción, de regocijo. Los blogs iban ganando seguidores y creciendo en comentarios, hasta alcanzar un estado de equilibrio en el que existía una reciprocidad de visitas y comentarios. Al cabo de un tiempo, sin embargo, salvo alguna honrosa excepción, todos mis visitantes fueron desapareciendo paulatinamente, una fuga esta que, afortunadamente, se vio compensada con nuevas “apariciones”. Aun así, no dejaba de llamarme la atención esas salidas aparentemente inexplicables.

Pensaba que un lector solo se hace asiduo de un blog si se siente complacido por la calidad de lo que lee y por el interés que ello le despierta y no debe mantenerse fiel al mismo por conveniencia o por amabilidad. Si el blog deja de interesarle o le acaba defraudando, es lógico que lo abandone y dedique su tiempo a otros textos y menesteres más seductores.

Todos sabemos que hay quienes solo te leen si tú les lees, hecho en el no voy a abundar por reiterativo. Ello, sin embargo, podría ser uno de los motivos de haber ido perdiendo algunos seguidores, pues he dejado de seguir algunos blogs por falta de interés, al no cumplir mis expectativas después de un periodo de “prueba”, porque han acabado publicando de uvas a peras o porque han dejado de publicar durante un largo periodo de tiempo, acabado siendo sustituidos por otros de nueva aparición.

Si alguien visita uno de mis blogs y deja un comentario, no solo le doy la merecida respuesta, sino que visito, por curiosidad, su blog. Si lo que leo me agrada lo suficiente, lo añado temporalmente a mi lista de blogs a seguir, y solo si mi satisfacción se mantiene inalterable a lo largo del tiempo, pasa a ser uno más de mis blogs favoritos que visito a diario. El problema aparece cuando la adición de nuevos blogs supera un determinado límite, el “límite García Huete”. Todos tenemos un tiempo limitado para dedicar a la lectura de blogs o, dicho de otro modo, un número limitado de blogs a los que dedicarles nuestro tiempo, algo parecido a lo que el psicólogo clínico achacaba al mantenimiento de las amistades. En mi lista de favoritos he llegado a tener más de cincuenta blogs, una cifra que llegó a superar el límite aceptable para mí, pues su seguimiento me ocupaba varias horas al día, llegando a producirme una cierta incomodidad y un claro cansancio. El continuo goteo de nuevos blogs, descubiertos de forma casual y causal, ha conllevado un aluvión de nuevos posts a leer, lo cual presagiaba un estrés lector que no podía permitirme, porque si a ese tiempo le añado el que dedico a la escritura de mis propios textos y a contestar los comentarios que estos reciben, debo sumarle algunas horas más. Ante ello, no he tenido más remedio que optar por una selección que me permitiera repartir mi tiempo libre de una forma más racional y menos estresante. ¿Os imagináis el tiempo que tendríamos que dedicar a la lectura de todos los blogs que “habitan” en la blogosfera? Nos pasaríamos días enteros encerrados en casa, sin levantarnos de la silla, pegados a la pantalla del ordenador, o de la tableta, sin hacer otra cosa que leer y leer. Una locura.

Llegado a este punto, he pensado que la desaparición de algunos de mis seguidores se deba a que también ellos han aplicado un remedio semejante al mío y han tenido que priorizar entre sus lecturas favoritas. En mi caso, la selección no ha sido fácil. Eliminar a alguien de mi lista de favoritos no ha sido una tarea agradable en algunos casos, pero una persona tan metódica y cumplidora como yo, no podía permitirse la estupidez de preocuparse por no haber podido leer la nueva entrada en tal o cual blog, dejándola para el día siguiente, y al día siguiente comprobar que ya son dos las entradas pendientes de leer ─pues hay quien, aunque parezca mentira, publica a diario─ y a esas dos hay que añadirles otras cinco que también quedaron pendientes del día anterior. Hasta llegar al punto de observar cómo lo que debe ser algo estrictamente placentero, una simple diversión, se está convirtiendo en una obligación. Y como hace algún tiempo decidí no dejarme aprisionar por las obligaciones, he tenido que echar mano de las tijeras, cual censor de épocas pretéritas, y aplicar una serie de recortes, no por falta de presupuesto, sino de tiempo, eso que dicen que es oro.

Hasta aquí, me atrevería a calificar estos sucesos y conductas como algo normal. Aun así, no deja de llamarme la atención que algunos seguidores que me han abandonado, lo hayan hecho después de meses, o años, de seguimiento. ¿Tanto tiempo han necesitado para darse cuenta de qué iban mis blogs? En más de una ocasión, he observado incluso cómo ese vaivén se produce también en el número de los que me tienen en sus círculos. ¿Por qué me borran de sus círculos? ¿Qué he hecho yo para merecerme esto? Algo, desde luego, habré hecho mal para que me eliminen. Y puestos a hacer un examen de conciencia, el único “pecado” que creo haber cometido y en el que, muy a mi pesar, volveré a reincidir, es no compartir publicaciones ajenas, por mucho que me hayan gustado. Es un pecado de omisión del que solo soy consciente cuando observo la conducta de quienes sí practican ese hábito. Entonces, para acallar mi mala conciencia, pienso que mi contribución a difundir textos ajenos poco o nada haría a favor de esos compañeros de letras que son mucho más conocidos y reconocidos que yo. Si es este el motivo de mi expulsión, entono mi mea culpa y acepto la condena como un mal menor y sin posibilidad de apelación ni de redención.

Aunque finalmente he logrado no obsesionarme con los números, estos hablan por sí solos y a mí me gusta escucharlos. Simplemente me interesa la estadística como reflejo de lo que sucede a nuestro alrededor. Interpretar su significado ya es otra cuestión y cuando no somos capaces de hacer una interpretación lógica, o que nos satisfaga, mejor olvidarse del tema y a otra cosa mariposa.

Por lo tanto, quiero creer que mi conducta selectiva es razonable, que mis blogs no son muy distintos a los demás en este aspecto y que las apariciones y desapariciones que en ellos se dan son normales, no paranormales.

Bienvenidos, pues, los que llegan, mis mejores deseos para los que se van, mi agradecimiento para los que siguen y mis disculpas para los que he dejado atrás.