sábado, 24 de marzo de 2018

Sexo y amor




Hoy traigo un tema que, más que polémico, calificaría de complejo e incluso delicado, pero no he podido resistir la tentación de tratarlo aquí a raíz de una frase que oí hace poco de boca de una joven, y no por lo que dijo sino por la contundencia con la que lo dijo.

Algo de lo mucho que la edad me ha enseñado es que de joven se ven las cosas de forma muy distinta a cuando uno ya peina canas. Lo que en la juventud parece prioritario, en la madurez pasa a un segundo término. Es, pues, desde esta perspectiva, con la que escribo esta reflexión.

En torno al sexo se ha escrito miles de artículos, libros y hasta tratados. A veces pienso si no estaremos exagerando un poco. La mente humana es ciertamente compleja y la actividad sexual tiene un componente psicológico que, muchas veces, pesa más que el puramente físico. No sé si el autor de la famosa cita Mens sana in corpore sano tuvo en cuenta el sexo, pero lo que está claro es que una vida sexual sana favorece la salud física y mental.

Pero antes de entrar en materia, permitidme hacer dos aseveraciones a modo de introducción: Que puede existir sexo sin amor es algo indiscutible, que puede haber amor sin sexo diría que solo en circunstancias muy especiales (entendiendo como tal el amor de pareja), pero ¿puede existir amor sin buen sexo?

Como no soy sexólogo, ni lo pretendo ser, sino un simple practicante de a pie (o mejor dicho de cama), definiré qué entiendo por “buen sexo”: tener relaciones sexuales con la frecuencia y el placer deseables para ambos miembros de una pareja. Evidentemente, es casi imposible que en estos dos coincidan cuali y cuantitativamente esas dos variables al cien por cien. Uno de ellos puede desear tener sexo con mayor frecuencia como consecuencia de una libido mayor que la de su pareja, y/o el placer alcanzado por cada uno puede que no siempre ─o casi nunca ─sea idéntico, pero, aun así, pueden compartir una satisfacción más que razonable en su vida sexual.

A veces, cuando oigo o leo algo relacionado con las relaciones sexuales, me da la impresión de que pertenezco al paleolítico o que alguien me está engañando. Según esas manifestaciones, parece como si el sexo no solo fuera algo importante en la relación de pareja, sino su columna vertebral, y para cuya práctica hay que ser un maestro ninja, pues de lo contrario esa relación se irá al garete en un santiamén. De ser así, esta percepción o situación también ha cambiado con el tiempo. En mis años mozos, no teníamos más remedio que empezar el menú por los entremeses, y hoy día lo hacen por los postres. El sexo llegaba tras un camino (más o menos largo) que se recorría hasta afianzar unas relaciones que se habían iniciado con una amistad y/o enamoramiento y que culminaban con la formalización de lo que se conocía como noviazgo. Ahora, en cambio, se prueba la “mercancía” antes de quedarse con ella.

No es que me parezcan mal las relaciones prematrimoniales. Al contrario. Si hay que conocerse que sea en su totalidad, no vayan a haber luego sorpresas desagradables. Pero descartar a una persona solo porque en la cama no es una máquina de placer me parece, cuando menos, discutible.

En los años sesenta y setenta del siglo pasado era bastante habitual que una pareja llegara al matrimonio sin haber mantenido previamente relaciones sexuales completas. Imaginémonos que, en tales circunstancias, una vez casados, uno de los recién estrenados cónyuges descubriera que, en la cama, su compañero/a no estaba a la altura de sus expectativas. ¿Hubiera sido justo o razonable separarse solo por esta causa? Evidentemente, en esa época prodigiosa no estaba bien visto separarse por el motivo que fuera, pero solo se trata de pensar si, ante esa eventualidad, estaría suficientemente justificada (aunque no socialmente aceptada) una ruptura. ¿Hasta qué punto, pues, es el sexo la clave de la felicidad en una pareja?

Esta pregunta viene a colación de la frase a la que aludía al principio y que ha motivado mi reflexión. Y repito que lo llamativo del caso no es la afirmación en sí sino la contundencia con la que se hizo, y a mí, cuando algo se afirma con tanta rotundidad, me asalta el deseo de cuestionarlo. La frase, que a estas alturas estaréis anhelando conocer, la formuló, como he anticipado, una joven ─y debo reconocer aquí mis prejuicios pues, viniendo de una mujer, me causó más extrañeza─ en un programa de televisión que va de citas a ciegas, teniendo a un restaurante como escenario, por el que deambulan personas de todo tipo y condición, haciendo gala del refrán que dice que de todo hay en la viña del Señor. El caso es que la chica en cuestión le preguntó a su pareja ocasional algo así como si funcionaba bien en la cama, a lo que su joven partenaire contestó afirmativamente, sin dudarlo ni un segundo. Ella, complaciente por haber oído la respuesta que deseaba, le dijo que perfecto, porque si una pareja no funciona en la cama no funcionará en nada más. Y, a pesar de que bien pudo ser esta una afirmación gratuita, me dio que pensar, pues me consta que muchos jóvenes piensan igual.

Obviamente, si en una pareja hay una gran disparidad en cuanto al sexo, uno con una elevada apetencia y sensibilidad y el otro inapetente y poco sensible al placer, ello creará una incompatibilidad que traspasará lo cotidiano, un malestar que se traducirá en muchos otros aspectos de la vida en común, llevando, en el caso de estar en los inicios de una relación, a un rechazo, o, en el caso de una relación avanzada, a un distanciamiento y finalmente a una ruptura. Afirmar que “rompieron porque no se entendían en la cama” quizá sería frivolizar la situación, pero sin duda se trata de un problema que afecta a la afinidad de caracteres y a la deseada y necesaria complicidad en una pareja. En este caso podría afirmarse que la inexistencia de “buen sexo” puede acabar con el amor, pero mientras exista una atracción y la actividad sexual sea mínimamente placentera para ambos, ¿tienen que poner esas diferencias necesariamente en peligro el amor?

Dios los cría y ellos se juntan, dice el proverbio. A diferencia de lo que muchos creen, yo opino que cuantas más cosas en común tenga una pareja, más probabilidades hay de que sean felices. Tendrás aficiones y gustos comunes, compartirán intereses y creencias semejantes, en definitiva, serán compatibles. Pero no todas las opiniones y gustos tienen que ser idénticos, siempre que esas diferencias sean llevaderas. ¿Puede un carnívoro impenitente convivir con una vegana recalcitrante? ¿Puede un machista acérrimo vivir en concordia con una feminista radical? ¿Puede un votante de la ultraderecha vivir bajo el mismo techo que una militante de la extrema izquierda? Estas relaciones, de existir, acabarán, tarde o temprano, estallando por los aires. Habría que ser extremadamente tolerante para aceptar convivir con un sujeto con unas ideas y prácticas totalmente opuestas. En cambio, un ateo y una católica practicante pueden llegar a entenderse siempre y cuando no sean demasiado beligerantes entre sí y ninguno de los dos coarte la libertad del otro. Un fanático del fútbol que no le gusta el cine puede llevarse bien con una cinéfila que no soporta el balompié, si de vez en cuando uno cede en beneficio del otro.

Así pues, para que el sexo sea un motivo de ruptura, las diferencias en este terreno deberían, a mi entender, ser profundas. Pero como las relaciones sexuales son, evidentemente, cosa de dos, algo que precisa de la intervención directa del otro, la diferencia en la actitud de cada uno solo será soportable si no llega a extremos muy contrapuestos que deterioren la convivencia.

Aun así, yo sigo dudando de la veracidad absoluta de las palabras de aquella chica. ¿No coincidir plenamente en el deseo y práctica sexual impide que una pareja se ame? ¿Es crucial el sexo en la estabilidad de una pareja? ¿Puede el sexo estar por encima de otras muchas cualidades humanas? Mi respuesta a todas esas preguntas es negativa. Aun así, sexo y amor, deberían ir siempre de la mano.



martes, 13 de marzo de 2018

Machismo y paternidad



Con motivo del día internacional de la mujer, celebrado el pasado día 8 de marzo, muchísimos han sido los artículos y comentarios divulgados por las redes sociales en torno a las reivindicaciones feministas en general y al machismo en particular. Aunque con un poco de retraso, no he querido dejar pasar por alto esta circunstancia para tratar el tema del machismo en este blog.

He querido dejar al margen de esta entrada las formas más brutales de ejercer un dominio sobre el sexo mal llamado débil, como son el maltrato físico y psicológico, la violencia en forma de agresión sexual, violación y asesinato, la trata de blancas y la explotación sexual, porque llevan asociada una complejidad psicológica y social y no me siento lo suficientemente capacitado para analizar sus orígenes, que en la mayoría de casos son o bien trastornos psiquiátricos o bien disfunciones sociales como serían el maltrato paterno, la violencia en el seno familiar, la desestructuración y el desarraigo social, la drogadicción, y seguramente un largo etcétera. En esta entrada solo pretendo reflexionar sobre actitudes que, sin ser violentas, son una forma de menospreciar a la mujer, relegándola a un papel segundario, la forma más arraigada de machismo.

El machismo es tan viejo como el hombre, pues nació con él. A día de hoy, con los cambios que ha experimentado nuestra sociedad occidental debería haberse erradicado ya, como cualquier enfermedad para la que se le ha encontrado una cura. Pero el machismo, aunque haya reducido su virulencia o cambiado su forma de expresión respecto a la de la Edad Media, sigue vivo en una sociedad, como la nuestra, que presume de moderna. Tampoco me siento capacitado para hacer un análisis detallado de las causas de esta permanencia, pero estaremos de acuerdo en que tiene su raíz en la educación. Siendo así, la mala educación, con buena educación se corrige. Pero el foco de esa educación no debemos fijarlo exclusivamente en las escuelas, sino en el núcleo y entorno familiar.

El machista no nace, se hace. Y el ejemplo del que se alimenta es su correa de transmisión. El machismo se produce y se reproduce en casa, y el padre no es el único culpable de ello. Me atrevería a afirmar que en muchos casos el padre machista establece las normas y la madre es la encargada de asegurarse de que se cumplan, transmitiendo, de este modo, el machismo a su descendencia.

Cuando era niño era muy habitual oír eso de “fuera de aquí, los hombres no tienen nada que hacer en la cocina” de boca de una madre o abuela, y ver cómo las órdenes para ayudar en las tareas domésticas iban exclusivamente dirigidas a las chicas, nunca a los chicos. Era una época en la que los papeles estaban claramente definidos y separados por sexos, inculcándosele a cada uno una función determinada. La familia y la escuela iban, en este aspecto, de la mano.

Así pues, cuando se habla de machismo no deberíamos señalar únicamente a los hombres, sino también a muchas mujeres que, voluntaria o involuntariamente, le han hecho, y le siguen haciendo, el juego. Del mismo modo que no todos los hombres son machistas, no todas las mujeres son feministas, aunque pueda parecer absurdo. El machismo está tan arraigado que, incluso quienes son o se consideran feministas, actúan, a menudo, con una base machista sin saberlo o sin pensarlo racionalmente.

Como he dicho al principio, con motivo de las reivindicaciones feministas del pasado 8 de marzo, corrieron por las redes sociales multitud de mensajes en torno a las distintas formas de machismo. Uno me llamó poderosamente la atención. Era un vídeo, que quizá hayáis visto, en el que se exponía un acertijo a varias personas, hombres y mujeres jóvenes.

El acertijo decía así:
“Un padre y un hijo viajan en coche. Tienen un accidente grave. El padre muere y al hijo se lo llevan a un hospital, porque necesita una compleja operación de emergencia. Laman a una eminencia médica, pero cuando llega y ve al paciente dice: No puedo operarlo, es mi hijo. ¿Cómo se explica eso?”

Hay que decir que la muestra era extraordinariamente escasa y, por lo tanto, estadísticamente irrelevante, pero estoy seguro de que el resultado habría sido el mismo con una muestra muchísimo mayor. El caso es que nadie dio con la respuesta correcta: el médico era la madre del niño. Nadie pensó que la eminencia médica pudiera ser una mujer.

Cuando se desveló la respuesta a quienes habían participado en este “juego”, estos quedaron francamente sorprendidos por no haber pensado en esa posibilidad. Yo mismo fallé en la solución, pues pensé que se trataba de un padre de otro hijo, que nada tenía que ver con el chico que viajaba con él, ya que el enunciado no decía “un padre y su hijo” sino “un padre y un hijo”. Si hubiera intuido que el tema giraba en torno al machismo, seguramente habría afinado en mi predicción. Francamente no lo sé, pero quiero pensar que sí.

El mensaje de la comentarista justificaba esta situación como algo normal dentro de nuestra sociedad y conocido como “parcialidad implícita”. Ello significa que algo que forma parte del acervo cultural acaba convirtiéndose en un proceso mental automático, de tal forma que nuestro subconsciente puede llegar a traicionarnos contradiciendo los valores en los que creemos, como es la igualdad de género.

He titulado esta entrada como “machismo y paternidad” no porque crea que ambas condiciones están forzosamente vinculadas sino porque considero que deberían ser los polos opuestos en una sociedad mínimamente avanzada. Los padres (y me refiero al sexo masculino) deberían ser los primeros en defender los derechos de sus hijas.

Si he educado a mis hijas en el respeto y la igualdad entre géneros, si les he procurado una formación académica para que puedan hacerse un lugar en esta sociedad, para que no sean dependientes de nadie más que de ellas mismas, ¿cómo no voy a enojarme al ver que una mujer, a igualdad de preparación y esfuerzo, cobra en torno a un 25% menos que sus compañeros masculinos? ¿Cómo no voy a enfurecerme al pensar que quizá no podrá optar a un ascenso o a ocupar un puesto directivo por el simple hecho de ser mujer? ¿Y cómo no voy a despreciar a quienes, haciendo uso de su superioridad, acosan sexualmente a sus colaboradoras, con promesas de un trato favorable si accede a sus pretensiones o a un despido en caso de rechazarlas?

Si un padre quiere lo mejor para sus hijos, tiene que desear lo mismo para sus hijas. Un padre no puede hacer distingos entre sexos. Yo solo tengo dos hijas y, como padre orgulloso de ellas, no toleraría que ningún hombre, en ninguna empresa ni en ninguna circunstancia, pudiera menospreciarlas o infravalorarlas por ser mujer. Paternidad y machismo deben ser conceptos irreconciliables. Los padres que, hoy en día, siguen relegando a sus hijas a un segundo plano a favor de sus hijos varones y aceptan la creencia de que no son tan buenas como ellos, no son dignos de llamarse padres.



Imagen obtenida de internet

jueves, 1 de marzo de 2018

¿Experimentación o maltrato animal?




Vuelvo a traer a este blog un tema controvertido, especialmente para los defensores a ultranza de los animales, y que pone en evidencia que quizá somos muchos los que vivimos en constante contradicción con nuestros sentimientos. Y como antesala a lo que voy a exponer, preguntaría si por ser amantes y defensores de los animales debemos ser forzosamente veganos. Si la respuesta es afirmativa, yo soy el primero en declararme culpable de esa incoherencia. Pero no voy a tratar aquí las tendencias u opciones alimenticias, sino algo mucho más polémico, si cabe, y que se ha reivindicado como un acto de crueldad: la experimentación animal con fines científicos. Hace ya tiempo que el empleo de animales con esa pretendida finalidad se ha convertido en un tema polémico, tanto en el ámbito animalista como en el de la opinión pública.

Mi formación científica y el haber conocido de cerca lo que representa la investigación pre-clínica (previa al empleo de seres humanos) para el desarrollo de nuevos medicamentos entran en contradicción frontal con mi amor y respeto a los animales. Pero casi todo en esta vida tiene sus pros y sus contras.

Quiero dejar claro que esta entrada no va a favor de la industria farmacéutica en sí misma sino de la experimentación con animales como un mal menor para la obtención de fármacos útiles para combatir las enfermedades en el ser humano y en los propios animales (uso veterinario).

Son muchas y crecientes las opiniones en contra del empleo de animales para tal fin, aduciendo que existen alternativas tanto o más válidas para la investigación farmacológica. En mi humilde opinión, quienes aducen tal cosa no tienen unos conocimientos científicos mínimamente sólidos y se dejan llevar exclusivamente por un sentimiento ético (que comparto plenamente) en defensa de los animales, haciendo uso de argumentos engañosos o inexactos. Hoy por hoy solo unos pocos ensayos pueden llevarse a cabo in vitro con células o tejidos celulares, por ser impracticables en la gran mayoría de estudios de laboratorio.

Los científicos no desean lastimar a los animales de forma gratuita, pero aún no es posible prescindir de estos. Y para asegurar un empleo justo y necesario de cualquier especie animal existen protocolos muy estrictos y de obligado cumplimiento. Como ejemplo de ese interés, la Asociación Internacional para la Evaluación y Acreditación del Cuidado de Animales de Laboratorio (AAALAC en sus siglas en inglés), una organización no gubernamental, se encarga de promover el trato humanitario de los animales en las actividades científicas. Y para preservar el cumplimiento de un, llamémoslo, código ético en la investigación biomédica, se recomienda aplicar el principio de las tres R: Reemplazar los animales de experimentación siempre que sea posible, Reducir el número de animales al estrictamente necesario, y Refinar, o perfeccionar, los métodos empleados para mejorar el bienestar de estos animales. Precisamente, uno de los miembros de la referida Asociación, el veterinario Javier Guillén, participó en el desarrollo de la vacuna contra la leishmaniosis, algo que no habría sido posible sin el concurso de los animales, pues el comportamiento de una vacuna no se puede simular con un programa informático, al igual que nuestro sistema inmunitario. Las vacunas del ébola o del zika, por ejemplo, se desarrollaron en poco más de un año (todo un récord) gracias al uso de animales de experimentación.

Y hablando de vacunas, yo compararía la actitud “animalista” en este tema con el insensato movimiento anti-vacuna. Una vez más nos encontramos frente a la relación beneficio-riesgo, o bien ante el dilema de si el fin justifica los medios. En este caso, excepcionalmente, estoy a favor del sí.

En contra del empleo de animales para el estudio de nuevos medicamentos he llegado a leer verdaderas insensateces, cuando no barbaridades, que incluso me atrevería a calificar de populistas, simplemente por falta de formación o de información. Quizá la peor de todas, con la intención de desacreditar la experimentación animal demostrando que un medicamento que ha superado con éxito los ensayos en animales puede ser tóxico en humanos, ha sido poner como ejemplo de ello a la talidomida. Este fármaco, utilizado en los años sesenta como sedante y antiemético (contra los vómitos) en las embarazadas durante los tres primeros meses de gestación, se hizo tristemente famoso por producir graves malformaciones en recién nacidos. Lo que ignoran quienes han utilizado dicho ejemplo (porque solo puede ser ignorancia lo que les ha llevado a realizar tal afirmación) es que ello fue debido a que en aquella época no se llevaban a cabo estudios de teratogénesis (defectos congénitos durante el desarrollo fetal) con los medicamentos. Precisamente fue la investigación del origen de tales malformaciones y la implantación obligatoria de este tipo de estudios en animales (conejas gestantes) lo que eliminó la aparición de estos efectos nocivos con cualquier otro medicamento desarrollado con posterioridad. Supongo que nadie en su sano juicio abogaría por haber empleado mujeres embarazadas para comprobar si sus fetos presentaban alguna deformación congénita.

Estoy totalmente a favor del creciente movimiento de solidaridad con los animales, la prohibición y el castigo del maltrato animal, considerando este como una forma gratuita de hacerles sufrir por placer, diversión o por insana crueldad. Pero dicho movimiento, en su afán protector, se ha radicalizado hacia un activismo desmesurado y, a mi juicio, injustificado. Deberían preguntarse cuál sería el costo para la humanidad de no realizar la investigación médica en animales.

Contrariamente a lo que afirman sus detractores, el conocimiento obtenido en animales es generalmente extrapolable a los humanos. Todos los mamíferos, incluidos los seres humanos, tienen los mismos órganos, que funcionan básicamente de la misma forma. Las investigaciones con el corazón del cerdo han sido y siguen siendo de mucha utilidad para conocer el funcionamiento del corazón humano. Incluso las diferencias que puedan existir entre una especie animal y el hombre darán importantes pistas sobre cómo evoluciona una enfermedad. El por qué un determinado tipo de cáncer que afecta al hombre no se desarrolla en un animal o lo hace de forma distinta puede ser la clave para abordar su tratamiento. Sería excesivamente prolijo citar ejemplos que justifican el uso de animales de laboratorio para prevenir y curar enfermedades en el hombre. El estudio y tratamiento de la diabetes, de las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, el SIDA, los trasplantes de órganos, la quimioterapia, la cirugía ortopédica, el estudio del virus del papiloma, el descubrimiento del neurotransmisor dopamina y su papel en el desarrollo de la enfermedad de Parkinson, el conocimiento de la estructura y función de la cóclea y el posterior desarrollo de implantes en algunos tipos de sordera, la manipulación genética como prevención de determinadas enfermedades, y un largo etcétera, no hubieran sido posibles sin la intervención de distintas especies animales.

De momento, y muy a mi pesar como amante de los animales, estamos lejos de poder prescindir de la experimentación animal para el descubrimiento y desarrollo de nuevos tratamientos para enfermedades crónicas o incurables. Solo en algunos ensayos es factible recurrir a estudios in vitro, con el empleo de células y tejidos celulares, como es el caso del estudio de la toxicidad aguda (establecimiento de la dosis letal) de una sustancia medicamentosa, que provoca una elevada mortalidad de los animales de laboratorio (roedores), algo que hasta hace poco requería el empleo de cientos de especímenes, así como en el ámbito de la cosmética y de los productos de higiene, donde se ha prohibido su empleo aplicando el concepto beneficio-riesgo. No es lo mismo utilizar animales para evaluar si un medicamento, administrado de forma crónica, puede producir cáncer a largo plazo, que utilizarlos para desarrollar un producto para el cuidado personal. Aun así, sigue existiendo una incertidumbre sobre la idoneidad de esta medida, pues hay estudios que conviene llevar a cabo antes de comercializar, por ejemplo, un champú o una crema hidratante, como son la irritación ocular o el posible efecto alérgico en la piel, respectivamente. Sin embargo, debido a la presión de grupos animalistas, en la actualidad solo se permite el empleo de animales si el cosmético contiene un ingrediente incluido en una lista de sustancias químicas para las que se exige un severo control debido a su efecto potencial sobre la salud humana o el medio ambiente (Reglamento REACH).

Desde la antigüedad el hombre se ha servido de los animales, como sustento y como medio de trabajo (carga, transporte, labranza). Actualmente seguimos haciendo uso de ellos como fuente de alimento, como medio de diversión y deporte (equitación, parques acuáticos, zoos, circos, caza, actividades taurinas y populares) y como medio de experimentación. En estas tres facetas, en tanto no se erradiquen, hay que evitar infligir un sufrimiento excesivo y gratuito de los animales. Hay que evitar la explotación inhumana en condiciones deplorables, el hacinamiento en granjas y parques zoológicos insalubres, hay que aplicar métodos indoloros en mataderos, prohibir el maltrato físico y psicológico en su adiestramiento ─de ahí la prohibición de utilizarlos en el circo y en algunos parques temáticos─ y en fiestas populares, uno de los mayores y más crueles exponentes es la mal llamada Fiesta Nacional.

Que algunos animales de laboratorio sufren estrés, es evidente. Otros son sacrificados mientras están en fase de gestación para comprobar si los fetos sufren malformaciones producidas por un nuevo fármaco. Los hay que son expuestos a una prueba de dolor para comprobar el efecto terapéutico de un analgésico. Y así existe una larga batería de ensayos y de especies animales para evidenciar el efecto y eficacia de distintos tipos de fármacos. Me consta que en todos estos casos se intenta evitar un daño excesivo e injustificado al animal. No obstante, es duro ver cómo en los animales con una mayor percepción intuitiva, como sería el caso de los perros y de los simios, se les acostumbra a hacer el trayecto desde sus jaulas a la sala de experimentación como si de un paseo se tratara, evitando así el estrés que les produciría verse por primera vez en la mesa de intervención, donde, en el peor de los casos, serán sometidos a una disección para el estudio de sus órganos. Los perros sometidos a pruebas quirúrgicas y de otro tipo que no acaban sacrificados son posteriormente dados en adopción, aunque su adaptación al nuevo medio suele resultar difícil por el estrés postraumático que padecen.

Si ya siento pena cuando veo a mi perro lloriquear cuando le llevamos al veterinario y sufrí lo indecible cuando padeció unas dolorosas complicaciones post-castración, qué no sentiría si supiera que iban a experimentar con él. Mi actitud ante este tema podría calificarse de hipócrita. Con tal que no lo hagan con mi perro… En parte puede ser cierto. Ojos que no ven… Es como cuando uno paladea ese foie tan rico y no piensa (o no quiere pensar) en lo que les hacen a las pobres ocas. Pero, planteándolo fríamente y volviendo al tema que aquí me ocupa, sigo pensando que, por duro que resulte, es preferible sacrificar la vida de un animal que poner en riesgo la de un ser humano. Si con miles de animales sacrificados salvamos la vida o curamos una enfermedad a millones de personas, creo que está claro hacia dónde se decanta el fiel de la balanza. Y no querer aceptarlo es, en el mejor de los casos, una ingenuidad.

Los animales todavía siguen dándonos alimento y dan su vida a cambio de preservar la nuestra. Lo único a objetar sería que ambas cosas las hacen sin tener conocimiento de ello. Pero, si excluimos los hábitos alimenticios del hombre ─hay muchos países que incluyen en su dieta animales que en otras latitudes son consideradas macotas, como el conejo en los Estados Unidos, y en otros comen carne de perro, como en Suiza y algunos países asiáticos─, su empleo como animales de experimentación se hace con el único fin de proteger a la humanidad frente a enfermedades y no como una forma de ocio. Me parece mucho más justificable acabar con la vida de un ratón, de un gato, de un perro, de un simio o de un cerdo para el bien de la sociedad que con la de un toro, por muy bravo que sea, para divertimento del público y lucimiento de un “espada”.