Criticar es fácil, si entendemos como tal el acto de juzgar negativamente a alguien o algo. Todo el mundo sabe hacerlo, solo es cuestión de probar. Y si no, solo hay que ver a la oposición al Gobierno ─la que sea y el que sea─. Mientras se está a ese lado de la barrera, resulta muy cómodo juzgar, atacar y, en definitiva, criticar. Pero cuando se ostenta la responsabilidad de gobernar, la cosa cambia y entonces aparecen los peros, los matices, cuando no las contradicciones, ese “donde dije digo, digo Diego”.
Pues creo yo que ocurre algo parecido en el ambiente literario, gastronómico y artístico en general. Todo el mundo se atreve a criticar. Pero en estos casos solo un profesional de la crítica, con una formación “especializada”, es capaz de hacerlo con un poco más de conocimiento, de estilo, de savoir faire. No son amateurs de la crítica pues viven de ella. Pero ¿quién critica a los críticos? Pues yo, ¿quién va a ser?
La profesión de un crítico se me antoja complicada y, diría yo, imaginativa. Y muy delicada, pues la opinión de un reputado crítico puede hundir la carrera de un pintor, un escritor, un chef (o un restaurante) o el éxito de una película en cuya producción se han invertido millones de euros. Todos hemos visto en el cine esa imagen de los actores de teatro que, tras la primera representación, les corroe el nerviosismo mientras esperan el resultado de la crítica publicada en la primera tirada de los periódicos, cuyo veredicto determinará la permanencia de la obra en cartel y quién sabe si hasta el futuro profesional de los principales intérpretes.
Pero ¿no habrá en la labor de un crítico una pizca de prepotencia, afectación, pose o incluso inventiva? Parece que un crítico, por definición, tiene que ser duro, a veces implacable y debe mantener esa reputación. Sin ir más lejos, Risto Mejide saltó a la fama (o a la popularidad) gracias a sus ácidas y despiadadas críticas para con algunos concursantes de OT. ¿Sabía ese publicista lo suficiente de música como para erigirse en cruel verdugo de jóvenes promesas del canto? ¿No formaría esa actitud parte de su rol en el programa?
Pero volvamos a los críticos “de verdad”, los profesionales, los que se han formado para serlo. Ante todo, yo me preguntaría si un crítico debe dominar la materia que se dedica a criticar. Y aquí empleo el término criticar en el sentido de valorar, positiva o negativamente, el mérito de una obra o de un autor. ¿Debe saber pintar un crítico de pintura? ¿Debe saber escribir un crítico literario? ¿Debe saber cocinar un crítico gastronómico? ¿Debe saber dirigir o actuar un crítico cinematográfico o de teatro? Yo pienso que sería lo ideal, para entender de este modo la dificultad que entraña esa actividad y no pecar de presuntuoso ni ser desmesuradamente exigente.
La actividad del crítico no puede ser contrastada científicamente, no hay forma de saber si es objetivo, si tiene o no razón. Entonces ¿qué le otorga el poder de dictar sentencia? Solo hay que ver las críticas que se publican sobre una determinada película. Con frecuencia se observan divergencias, a veces mayúsculas, en la opinión de los distintos críticos. Mientras uno considera una película digna de encomio, otro puede calificarla de bodrio infecto. Uno puede puntuarla con un 8 y otro con un 4. Tal cosa, entre las opiniones del público, tendría su justificación, pero entre profesionales en la materia resulta llamativo, cuando no sospechoso, pero, sobre todo, un ejercicio inútil. Hace tiempo que he dejado de seguir a pies juntillas lo que dice la crítica “oficial”. Prefiero dejarme guiar por la opinión de un amigo con quien, según me ha demostrado la experiencia, comparto los mismos gustos, bien sea sobre libros o cine.
Y volviendo a la afectación, que a menudo roza el esnobismo, de muchos críticos, siempre me he preguntado qué opinaría, por ejemplo, el autor de una obra abstracta si oyera las explicaciones admirativas de un “entendido” sobre lo que hay detrás de su pintura o escultura. Y lo mismo vale para cualquier otra materia. En el campo de la literatura, qué debía opinar Augusto Monterroso de las interpretaciones vertidas sobre su famoso microrrelato, el más breve y célebre en lengua castellana, que reza así: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Que yo sepa, nunca llegó a pronunciarse públicamente. Para ello ya estaban los estudiosos, que hicieron correr ríos de tinta sobre este pormenor. Quiero pensar que algo le motivó a escribir esas siete palabras, que algo profundo quiso decir con ellas. Todos podemos conjeturar. Si quiso decir algo, quizá se lo guardó de forma deliberada. Ahí queda eso, ya os apañaréis en descifrarlo, que para eso sois críticos literarios. Si alguien conoce fehacientemente la interpretación del propio autor, que me la diga, por favor.
Hay dos historias alrededor de esta situación ─la arbitrariedad del crítico, el hablar por hablar, el postureo academicista─, que no sé si serán leyendas urbanas o son ciertas.
Se dice que en una exposición de pintura abstracta alguien colgó deliberadamente ─con el desconocimiento de los responsables de la sala, por supuesto─ una pintura realizada por un niño de corta edad y que ante esa obra artística uno de los “entendidos” que pululaban por la sala vertió sobre la misma grandes alabanzas, intentando interpretar la motivación del artista. También se cuenta que el Sunday Times envió a más de cuarenta editoriales el manuscrito de una obra ya publicada y que había ganado un prestigioso premio literario y que todas, excepto una, lo rechazaron por, según justificaron, su falta de calidad.
Si la opinión del crítico no va a misa y, por lo tanto, es discutible, incluso poco fiable, ¿de qué sirve su maldita opinión? En todo caso puede servir de orientación, del mismo modo que el contador de audiencia demuestra el éxito, que no la calidad, de un programa. Debería ser la suma de muchas opiniones lo que debería darnos una idea fiable de la calidad de una obra. Así, si el ochenta por ciento de los críticos opina que una novela, un pintor, una obra de teatro, etc., es de gran calidad, deberíamos darla por buena. Pero yo sigo en mis trece, no me fio ni un pelo de lo que digan los críticos. Su opinión, sintiéndolo mucho, me la trae al pairo. Lo malo es que, por desgracia, siguen decidiendo qué es bueno y qué es malo. Y si esos críticos toman forma de un jurado (no popular) que debe fallar el premio de un certamen literario en el que participamos, pues no nos queda más remedio que poner una vela ─qué digo una, cien por lo menos─ a San Francisco de Sales, patrón de los escritores.
Quizá sea por eso, porque no me han tratado bien, que recelo de los críticos. Quizá me equivoque y sea injusto con ellos, pero tengo todo el derecho a criticarles. Si no, ¿quién criticaría a los críticos?