martes, 26 de julio de 2016

Cerrado por vacaciones

Pues sí, este año me voy a la playa (y espero que algunos días a la montaña) sin portátil y sin iPad. El reloj de pulsera y el móvil sí que se vienen conmigo. El primero me acompaña a todas partes desde que mis padres me regalaron el primero a la vuelta de un viaje por Italia. Yo tendría por entonces unos diez años. No, no fui uno de esos niños a los que se les regalaba su primer reloj por su Primera Comunión. En mi época, ese sacramento-ritual se celebraba a la temprana edad de siete años. Ahora es a los diez, edad en la que los niños reciben ahora su primer Smartphone.

Bueno, pues como decía, no soy capaz de abandonar ninguno de esos dos aparatos. Por una arte, me gusta controlar el tiempo aunque sea para no hacer nada importante. En segundo lugar, necesito estar conectado con e mndo exterior. Sé que, además de usar el teléfono móvil “inteligente” para hacer y recibir algunas llamadas (no muchas), enviar y recibir algún WhatsApp (bastantes), y leer algún que otro correo electrónico (más bien borrar la multitud de envíos automáticos), también caeré en la tentación de pasarme por Facebook y darle algún “Me gusta” y compartir alguna que otra publicación. Soy curiosón por naturaleza.

Pero sí estaré desconectado de la blogosfera hasta la vuelta al dulce hogar en septiembre, si Dios o el destino así lo disponen. Mi mente, sin embargo, estará activa para pensar y esbozar algún que otro relato para mis “retales de una vida”, y para tomar nota de hechos que luego pueda trasladar a mi “cuaderno de bitácora”.

Espero que el tiempo me acompañe. Y si no, para eso tengo a mis amigos de casi toda la vida para hacerme pasar un rato muy agradable: los libros. Y de paso pensaré (y soñaré) en la posible publicación en otoño de mi segunda recopilación de relatos cortos. Amazon me tiene ya bastante atrapado.

Hasta la vuelta, amigos lectores*
 
 
 
*La RAE considera innecesario, desde el punto de vista lingüístico, el desdoblamiento de un término en sus géneros masculino y femenino.
 

miércoles, 20 de julio de 2016

Otra mala experiencia



Hace más de un año, exactamente el 19 de marzo de 2015, publiqué en este mismo blog una entrada titulada “El negocio de algunos concursos”, refiriéndome a esos certámenes literarios convocados por algunas editoriales y otras entidades en los que el negocio consiste en publicar los relatos finalistas –que pueden llegar a un centenar- en una Antología que luego se ofrece a los participantes a un precio “razonable” (rondando los quince euros). Como también mencionaba en dicho post, yo mismo (o mejor debería decir mi ego) me dejé embaucar en más de una ocasión.


Dicho esto, no abundaré en este tema del que, por otro lado, ya se ha comentado suficiente en blogs y redes sociales.


Ahora le toca el turno a mi segunda experiencia en torno a las editoriales que, abusando de la ilusión e ingenuidad de algunos escritores noveles, les ofrecen publicar su obra mediante una coedición, eso es compartiendo –al menos teóricamente- la inversión y los beneficios.


Digo mi segunda experiencia, porque cuando quise publicar, en 2014, mi primera recopilación de relatos cortos, me ofrecieron una coedición, de la que no había oído hablar hasta entonces. Debo aclarar que en esa primera ocasión, la editorial actuó con total transparencia, detallando desde un inicio y sin tapujos en qué consistía, si bien adornaron su oferta con un preámbulo que indicaba que la obra había sido valorada muy positivamente por el equipo editorial y que, por lo tanto, poseía el valor necesario y suficiente para ser publicada. No entraré aquí a detallar lo descabellado de la oferta y de su repercusión económica para mi bolsillo, pues aquella fue rechazada de plano por este crédulo –pero no muy tonto, solo un poco- escritor en ciernes.


El objeto de este post, aparte de “denunciar” esta actuación que considero abusiva y que, en palabras coloquiales, calificaría de tomadura de pelo, es detallar hasta qué punto pueden ser perversos estos falsos editores que se presentan como promotores de la literatura novel. Y para ello me remito a esta segunda –y reciente- mala experiencia.

No mencionaré el nombre de la Editorial ni mucho menos del interlocutor que, en su representación, quiso convencerme, con cantos de sirena, de la bondad de su oferta.

El caso es que entre los meses de marzo y abril de este año, contacté con dieciséis editoriales “modestas” –de esas que dicen apostar por los autores noveles y que no les mueve únicamente el ánimo de lucro- repartidas por casi toda la geografía española para tantear la –ingenua, repito- posibilidad de ver publicada una segunda recopilación de relatos de mi autoría.

El resultado fue que cuatro de ellas ni se dignaron a contestar a mi requerimiento sobre la posibilidad y el método para hacerles llegar mi manuscrito; seis no aceptaron el envío del manuscrito por distintos motivos; cinco lo desestimaron porque no se ajustaba a su línea editorial o bien (en un caso) porque no publicaban relatos de autores desconocidos; y una, Eureka, sí contestó interesándose por mi obra. Es precisamente de esta editorial, o mejor dicho del comportamiento del mediador, de lo que voy a tratar a continuación.

Lo primero que me llamó poderosamente la atención fue la prontitud con la que respondieron al primer contacto por mi parte: en cuatro días me solicitaron el manuscrito y mi CV, cosa que hice en menos de 24 horas, henchido de emoción. Al cabo de ocho días naturales me confirmaron la correcta recepción del manuscrito y me informaron que en el plazo de dos meses se pondrían en contacto conmigo para darme una respuesta y que –añadían- si en dicho plazo no había recibido noticias suyas, volviera a contactar con ellos. Alucinante ¿no? Eso sí que es seriedad –me dije. Eso era solo un gancho, para captar mi atención y devoción para con ellos.

Un servidor, al cabo de un mes justo –además de ingenuo, uno es impaciente- hizo lo que le indicó esa amable editorial, y preguntó por el estado de la evaluación de su manuscrito, a lo que le respondieron que, debido al gran volumen de manuscritos recibidos, estaban tardando más de la cuenta en responder y que tan pronto hubieran recibido el informe de evaluación de mi obra se podrían en contacto conmigo. Aquí los señores de la editorial ya debieron ver que mi interés estaba en plena efervescencia, que el cebo ya estaba preparado para lanzarlo a la presa y que ésta (es decir, yo) estaba a punto de caer en la trampa. Eso tenía lugar el 16 de junio, un día antes de mi 66º cumpleaños. Para ser tan mayor, qué infantil que resulto a veces, os diréis.

Y llegamos al glorioso ocho (no 18) de julio, día en que recibo una llamada telefónica a mi móvil. Al otro lado de la línea, una jovencita –por la voz- con un marcadísimo acento del sur me dice que les ha gustado mis relatos –“al menos a mí me han gustado”, acierta a decir como si hubiera sido ella la única en leerlos o en dictaminarlos- y me informa que, como han visto (lo especificaba en mi CV) que no era mi primera obra, pues ya había auto-editado una anterior selección de relatos, me ofrecían la gran y generosa oportunidad de mi vida: la coedición, en la que ellos corrían con el 70% de los gastos y yo con el 30% restante. Hasta ahí nada que objetar ni para rasgarse las vestiduras. Aunque no era la opción que yo deseaba, que no era otra que la de que una Editorial se “enamorara” de mi trabajo y decidiera apostar y arriesgarlo todo por él, pedí que me enviaran su propuesta por escrito para juzgar adecuadamente a cuánto equivalía esa proporción en dinero contante y sonante.

No os aburriré más con los detalles económicos. Solo decir que de los 350 ejemplares que tenían previsto emitir, en una primera –y seguramente la única- tirada, yo me comprometía a comprar 120 al precio de venta al público de 18 euros. Echad cuentas. Es decir, yo, el autor, les compraría el 34,2857142857% (la pantallita de mi calculadora no da para más dígitos) de mi propia obra (ya sé que suena muy pomposo este término, pero me gusta, qué queréis que os diga) al precio al que la adquiriría cualquier comprador de la calle. Por supuesto no soy tan idiota como para no ver que con los dos mil y pico euros a los que asciende esta compra ya tenían asegurado un pequeño –eso sí- negocio. Algo es algo. De los restantes 230 ejemplares, yo me llevaría, en concepto de royalties, un 10% del PVP, suponiendo que se dedicaran realmente a una promoción activa.

Habiendo respondido, educadamente, que me lo pensaría, exploré el coste de una nueva autoedición, pero esta vez previendo una tirada mayor que en mi primera recopilación de relatos –de la que solo se imprimieron 35 ejemplares, con el único propósito de obsequiarlos a amigos y familiares- pensando en esta ocasión en su venta.

Solo había discurrido una semana cuando sonó mi móvil y en la pantalla apareció una larga serie de cifras, como cuando alguien llama desde una empresa. Yo andaba paseando con mi perro pero decidí contestar, no fuera algo urgente. Al descolgar, una voz atronadora de un supuesto directivo de la editorial, derrochando simpatía, me mostraba su sorpresa por no haber tenido todavía noticias mías acerca de la extraordinaria oferta que tan generosamente me habían hecho a mí, un escritor desconocido cuya obra, si fuera por los de la “planta noble” (sic) quedaría en el más absoluto de los anonimatos. Cómo podía dudar ni por un instante si me estaban ofreciendo la oportunidad de mi vida, bla, bla, bla.

Me tuvo al teléfono un cuarto de hora. Con cada objeción que yo le hacía, me lanzaba una andanada de alegaciones a cual más vehemente. Solo faltó que me llamara tonto. Lo que no pudo rebatirme fue la desfachatez de cobrarme 18 euros por cada uno de los 120 ejemplares que me correspondía vender por mi cuenta y riesgo. Simplemente se fue por los cerros de Úbeda. Según él, entre presentaciones y ferias del libro, no solo vería recuperada mi inversión en un pis pas sino que, además, me forraría. Lo que tampoco supo decirme es en qué espacios (librerías y superficies comerciales) colocarían ellos los 230 ejemplares que les correspondía distribuir por “sus canales habituales”. Estando su editorial en una comunidad autónoma alejada de la mía, tampoco quiso incidir en los aspectos logísticos y prácticos para llevar a cabo esas presentaciones a las que aludía y la firma de ejemplares en las ferias del libro de nuestro país. Pero de todo lo que oyeron mis atribulados oídos, lo peor fue el tono, el vocabulario (rayando la vulgaridad) y la excesiva (para mi gusto) familiaridad que utilizó en sus explicaciones y argumentos. Parecía estar ante un vendedor ambulante que, a voz en cuello, canta las ventajas de un producto defectuoso o inútil que pretende “colar” a las cándidas amas de casa.

Tras despedirme, dándole nuevamente las gracias por su interés y prometiendo darle la debida respuesta tras una profunda reflexión, tuve claro cuál iba a ser mi decisión. Al día siguiente –para qué hacerle esperar más- le envié un correo electrónico dejándole clara y diáfana mi opinión; vamos, que no contara conmigo para contribuir a ganarse el sueldo.

Y aquí estoy de nuevo. Tiro la toalla. Diréis que dieciséis editoriales son muy pocas para rendirme, que quizá hay alguna por ahí con ideales de mecenazgo, con ganas de dar un espaldarazo a un escritor, joven o maduro (por no decir viejo), con ganas y valía (eso ya es harina de otro costal, claro) para lanzarse a la piscina de la publicación literaria. Pero, sinceramente, no creo que existan. Quizá existieron y se arruinaron. Quién sabe.

El caso es que estoy como hace dos años, cuando opté por la autoedición de “Ahora que ha parado de llover”. Y creo que repetiré la operación pero, si no  con ánimo de lucro, al menos con el de recuperar la inversión (moderada y asumible) por la publicación de unos 50 ó 100 ejemplares a través de la misma editorial de autoedición que utilicé entonces. Cómo venderé esos ejemplares, ya es otra historia. Solo veo dos opciones: 1) a través de la presentación de “Irreal como la vida misma” –así se titula la nueva recopilación de relatos- en la biblioteca municipal de mi localidad y en LibrUp, la librería-espacio PopUp de Barcelona, donde he hallado apoyo moral para mi proyecto, y 2) anunciando el magnífico evento en facebook y a través del boca-oído o cualquier otro medio de coacción.

¿Cuántos ejemplares lograré vender? Ni idea. Quizá resulte un fiasco total. Lo que más me “arruga” de este plan son las presentaciones, y no solo por mi timidez innata para hablar en público (aunque se supone que acudirían mayormente amigos y conocidos), sino por el temor a que la audiencia sea escasísima o, peor aún, nula, sin contar con los miembros de mi familia, a los que, por otra parte, no voy a venderles ni un solo ejemplar. Por otra parte, me resultará violento invitar a quienes luego se verán en el compromiso de comprar un ejemplar y, ya fuera del ámbito de la presentación del libro, pedir a quien sea, amigo o conocido, que me compre un ejemplar. Cómpramelo, porfa.

Ahora dedicaré el mes de agosto a la reflexión y luego, a la vuelta de vacaciones, tomaré una decisión. A ver si el aire puro del mar o de la montaña me inspira.

Cómo me gustaría en este momento ser uno de esos famosillos que ocupan los espacios del corazón. Seguro que me quitarían el libro de las manos. Bueno, bien pensado, prefiero ser como soy e ir coleccionando malas experiencias.
 
 

viernes, 8 de julio de 2016

Peor es meneallo



“Peor es meneallo, amigo Sancho” dijo Don Quijote a su escudero cuando, habiéndose éste aliviado encima de puro miedo, le conminaba a estarse quieto para que no apestara más la estancia (Capítulo XX: La aventura de los batanes).

En el lenguaje coloquial equivaldría a decir que es mejor no remover ciertos asuntos que pueden causar disgustos, o más vale dejar las cosas como están, no vayamos a empeorarlas.

Hace ya algún tiempo que publiqué en este mismo blog las entradas tituladas “Temas prohibidos” (30.11.13) y “Quien calla no siempre otorga” (19.09.14) que, aunque trataban sobre los nacionalismos y la “cuestión catalana”, intentaban reflejar la problemática que surge cuando en este país se habla –o mejor dicho, se discute- de política cuando los interlocutores tienen puntos de vista opuestos.

Estamos viviendo una época política y económicamente turbulenta en la que unos echan la culpa a otros y nadie acepta su parte de culpabilidad. Una época en la que cada día se descubren nuevos delitos de fraude y latrocinio de guante blanco por parte de quienes deberían dar ejemplo de honestidad, lo cual sería algo parecido al delito de pederastia cometido por un religioso. Todos acusan, nadie admite la culpa y, si ésta queda finalmente demostrada, nadie dimite de su cargo oficial. Por el contrario, todo el mundo se cree con el derecho a calumniar. Si finalmente se demuestra que la acusación era solo una calumnia, nadie se retracta ni pide disculpas. Ya se sabe: “Calumnia que algo queda”. Y como toda defensa lleva aparejado un buen ataque, se usa el “y tú más” como arma. En este país nos hemos acostumbrado a la excusa de “pero si todo el mundo lo hace” para justificar los actos más reprobables.

Si el futbol enciende pasiones a los seguidores de un equipo, la política las enciende aun más a los afiliados y simpatizantes de un determinado partido político y es curioso –o mejor debería decir triste- comprobar cómo, al igual que en el mencionado deporte nacional, se pierde totalmente la ecuanimidad y la objetividad. Siguiendo el símil futbolístico, solo juega sucio el contrario, Vamos, que “vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro”.

El que juzga negativamente un acto o actitud de su partido, del partido de su agrado o de sus simpatizantes políticos es una rara avis. Es algo tan insólito que nadie lo entiende, hasta el punto de creer que quien hace tal cosa es necesariamente enemigo de dicho partido o de dichos políticos. El “estás conmigo o contra mí” se aplica a rajatabla. Parece como si no hubiéramos dejado atrás la época oscura en la que ser de izquierdas equivalía a ser rojo y ateo y ser de derechas era ser un fascista. La palabra “república” todavía eriza el vello a algunos sin pensar en el verdadero significado de esta palabra. Debemos reconocer, sin embargo, que hay quienes, con su comportamiento y dialéctica, hacen un flaco favor a las creencias y comportamiento democráticos. Y es que “de todo hay en la viña del Señor”.

Entrando por un momento en materia religiosa, diré que siempre he estado convencido –y lo digo por experiencia propia- que el mandamiento cristiano más difícil de cumplir es el que dice “amarás al prójimo como a ti mismo”. Me conformaría con que nos respetáramos como queremos ser respetados.

Pero al fin y al cabo somos humanos y, como tales, tremendamente imperfectos. Y la peor de nuestras imperfecciones es la de no querer reconocer nuestros defectos y errores ni el de nuestros “aliados”, con los que mantenemos una conducta corporativista. Del mismo modo que en ciertas profesiones existe un corporativismo, como si fueran miembros de un clan al que hay que proteger –hoy por mí, mañana por ti-, observamos que lo mismo ocurre entre la clase política. Pero lo que más me llama la atención es que la misma actitud la mantiene el ciudadano que se siente identificado ideológicamente con un determinado partido político. Si alguien comete un delito, ¿no voy a reprobarlo, ni siquiera aceptar la culpabilidad de quien lo ha cometido, simplemente porque pertenece al partido con el que simpatizo? Pues parece que esa es la regla. Solo hay delincuentes en los otros partidos, todo lo que se dice del “nuestro” son calumnias. Nosotros estamos en posesión de la verdad absoluta y los demás están equivocados. Todo cuenta a la hora que defender a los “nuestros”. Nos creemos lo que queremos creer, lo que culpa al contrario, al enemigo, sin contrastarlo ni darle el beneficio de la duda. A por ellos.

Reconozco que, incluso a personas tan poco extremistas como yo, a veces nos domina más la pasión que la sensatez. Nos dejamos contagiar por la crispación, la rabia, la animadversión y el desprecio que nos envuelve hacia actitudes y situaciones que consideramos tremendamente injustas. En tales circunstancias actuamos como medio de transporte de soflamas reivindicativas que todavía encienden más la mecha de la intolerancia. Pero “quien esté libre de culpa que tire la primera piedra”. Esto es y ha sido siempre así y no cambiará. En lugar de dejarnos llevar por actitudes partidistas, deberíamos ser capaces de discernir lo que es justo y lo que no, independientemente de quién lo haga y lo diga.

Creo que deberíamos hacer un esfuerzo por abandonar la actitud maniquea de dividir a la gente entre buenos y malos. Y no solo en política. Tendemos a desvirtuar las cosas por pura simplificación: si eres español, te gustan los toros y el flamenco; si eres catalán, eres separatista y te gustan las sardanas; si apoyas la causa palestina, eres antisemita y justificas el holocausto. Y así podríamos encontrar muchos ejemplos de clichés que no se ajustan necesariamente a la realidad. La simplificación, al igual que la exageración, es causa de muchos prejuicios.

Y por si eso fuera poco las redes sociales favorecen el enfrentamiento. Se publica esto, aquello y lo de más allá, de todos los signos políticos y tendencias. Y, obviamente, la información no solo no coincide sino que es antagónica. La información y opiniones –pero sobre todo las mentiras- corren como la pólvora. Bueno, la verdad es que ya ni siquiera sabemos lo que es mentira y lo que no. Ahora las discusiones políticas han alcanzado el patio de vecinos de facebook, twitter y demás redes sociales y, según lo que uno comparte, se ganan adeptos y se pierden amistades. Ha cambiado la forma pero no el fondo de la cuestión. Pero, claro, ya se sabe que “quien tiene boca se equivoca”, y que “a boca cerrada no entran moscas” pero a veces es preferible abrirla a que crean que “quien calla otorga”. Eso o darse de baja de la red social a la que uno esté dado de alta y hablar sólo de ciertos temas con los que piensan como tú y, aun así, en voz baja y con la puerta cerrada, no sea que alguien te oiga y se ofenda.

No sé si hay más cosas que nos unen que las que nos separan, pero deberíamos intentar ver el vaso medio lleno en lugar de medio vacío. Limar las diferencias y cultivar las similitudes.

Pero a mi edad, hace ya muchos años que dejé de creer en los milagros. Todo seguirá igual. Lamento profundamente ser tan negativo pero creo ser realista. Si no hemos cambiado en siglos, ya no cambiaremos nunca. Seguiremos tirándonos los trastos a la cabeza y aquí no valen amigos ni familiares. Solo se salvan de la quema los padres, los hijos y quizá –solo quizá- los hermanos. El resto quedan en el mismo cajón que el vecino del quinto.

El viejo refrán “divide y vencerás” es intemporal y universal. Siempre ha sido así y seguirá siéndolo. Los refranes son los únicos que tienen la razón. Pero a mí me gusta mucho más el que dice “el pueblo unido jamás será vencido”. Debo ser un romántico que, aun no creyendo en los milagros, le gusta imaginarlos. Y que conste que la mención de esta frase que conforma el título de la canción del grupo chileno Quilapayún no tiene ninguna connotación política sino más bien sociológica. Por si las moscas…

Y es que ya lo decía Don Quijote: más vale no meneallo.