martes, 20 de diciembre de 2016

Los libros y yo (Tag/Encuesta de libros y lecturas)


Recogiendo al vuelo el testigo que me ha lanzado mi compañera María del Carmen Píriz desde su blog “Alguien con quien hablar”, https://mariacarmenpiriz.blogspot.com.es/, voy a someterme a un auto-interrogatorio a lo largo de diez preguntas que conforman este reto y que espero sepa contestar de forma clara y sin ambages, aunque ya adelanto que, por lo que he visto en los post de otras compañeras que me han antecedido en este quehacer, mis respuestas no son precisamente muy escuetas. Si bien acostumbro a ser parco en palabras orales, no así en las escritas. Todo sea para dejar claros mis criterios.

Y sin más preámbulos, ahí van las preguntas y sus respuestas:

1. ¿Qué libros relees y te traen buenos recuerdos cada cierto tiempo?

Pues ya empezamos bien. La verdad es que no tengo la costumbre de releer los libros una vez han sido devueltos al estante de donde salieron. Si no doy abasto a los que todavía me quedan por leer, difícilmente voy a invertir ese tiempo precioso en releer lo leído. Sólo puedo mencionar, que yo recuerde, dos excepciones a lo antedicho: La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, y Los pilares de la tierra, de Ken Follet. Aunque ambas novelas me dejaron un muy grato recuerdo, no fue éste el motivo de su relectura sino el de refrescar la memoria antes de ponerme a leer su continuación, a saber: El juego del ángel y Un mundo sin fin, pues entre la primera y la segunda entrega mediaron, si  al no recuerdo, 7 y 16 años, respectivamente.

2. ¿Hay algún libro que interrumpiste por alguna razón y le quieres dar otra oportunidad?

Es algo muy raro en mí que abandone la lectura de un libro. Siempre me he resistido a ello, esperando que en algún momento el tema cobre interés. De este modo, he llegado a leer verdaderos bodrios, llegando al final completamente defraudado. Hasta que decidí que mi paciencia tenía un límite y si al cabo de unos pocos capítulos la cosa no funcionaba, pues a otra cosa mariposa.
Y siguiendo este principio, puedo contabilizar de memoria cuatro abandonos, muy a mi pesar porque son obras de grandes maestros de la literatura universal, por lo que sufrí con ello el síndrome que calificaría “del lector inútil”, pues esa fue la impresión que me dio la incomprensión de esas obras. Pero como he dicho que contestaría a las preguntas sin ambages, diré que esos cuatro libros que podría intentar volver a leer, no para darles a ellos una oportunidad sino a mi intelecto, son los siguientes, por orden cronológico de lectura:

- La cruz de San Andrés, de Camilo José Cela, Premio Planeta 1994
- Ulysses, de James Joyce
- Victory, de Joseph Conrad
- Rayuela, de Julio Cortazar

3. ¿Has leído algún libro en versión original?

Pues bastantes, en francés e inglés. En francés muchos más: a Balzac, Flaubert, André Maurois, André Guide, Marcel Proust, Guy de Maupassant y un largo etcétera. En inglés muchas de las novelas de John Grisham, El perfume, de Patrick Süskind, Cisnes salvajes, de Jung Chang, y muchos otros que ahora no recuerdo, sin olvidar mi querido Ulysses, que después de intentar leerlo en lengua inglesa lo intenté en la de Cervantes con idéntico resultado. Y, finalmente, si consideramos que leer a autores catalanes en catalán es leer obras en versión original, pues también he leído muchas en mi lengua paterna.

4. ¿Recomiendas algún libro que no sea una novela?

Así a bote pronto, recomendaría dos:

- “La medición del mundo”, de Daniel Kehlmann, que, aunque parezca una novela, es una narración biográfica de la vida y relación entre un naturalista aventurero (Alexander von Humbolt) y un astrónomo excéntrico (Carl Friedrich Gauss)

- “El poder del ahora”, de Eckhart Tolle. Aunque el subtítulo “Una guía para la iluminación espiritual” puede parecer el clásico libro de auto-ayuda escrita por un gurú iluminado, yo más bien lo definiría como un manual de meditación que el autor escribió a partir de su propia experiencia. Pretende concienciar al lector de algo aparentemente elemental pero que solemos olvidar en el día a día: que la felicidad se trabaja, no nos viene dada. 

5. ¿Sigues en Facebook a algún autor? ¿Es accesible o es un poco divo/a?

Pues sí, sigo a un escritor que se dio a conocer mediante la autoedición, como muchos de nosotros, y que gracias a su buen hacer y a su perseverancia, ya lleva publicadas tres novelas y dos libros de cuentos con bastante éxito. Se trata de Eloy Moreno, del que ya hablé en una de mis entradas, en este mismo blog, titulada “El regalo de la vida” (29-12-2015), título inspirado en su tercera novela. 
Le conocí porque vi un vídeo tutorial en el que exponía las ventajas y desventajas de la auto-publicación, contaba su experiencia personal y sus consejos. Me gustó tanto la forma tan didáctica y amena de su presentación, que quise conocerlo más de cerca a través de sus obras. Entonces solo había publicado dos novelas: “El bolígrafo de gel verde” y “Lo que encontré bajo el sofá”. Me gustaron tanto que empecé a seguirle primero en su blog y luego en Facebook. 
Posteriormente, a raíz de la firma de ejemplares de su tercera novela, “El regalo”, tuve ocasión de conocerle en persona, reafirmándose mi primera impresión de ser una persona muy abierta, tremendamente accesible y nada engreída.

6. ¿Hay algún best seller que a ti no te entra ni a martillazos?

No he tenido este infortunio. De lo contrario me acordaría. Lo que sí puedo decir es que más de un best seller me ha causado una honda decepción. La que tengo ahora mismo en mente es la novela de Julia Navarro, una autora que nunca hasta entonces me había defraudado, todo lo contrario. Su novela “Dispara, yo ya estoy muerto” me resultó muy pesada y excesivamente larga. Fue uno de esos casos en que la sinopsis me resultó engañosa, pero aun así quise seguir hasta el final por aquello de saber cómo acababa la historia después de casi mil páginas.
Entiendo que este tipo de reacciones dependen mucho de las circunstancias que rodean la lectura, especialmente las expectativas que albergas antes de iniciarla, dejándote llevar por la experiencia previa con el autor o autora.

7. ¿Leíste muchos libros en tu adolescencia, más allá de los que te mandaban en el colegio?

Mi pasión por la lectura viene de lejos, aunque no tanto como a muchos otros de mis conocidos bibliófilos. También es ese un tema que toqué, en esta ocasión más recientemente, en este blog, con mi entrada titulada “Biblioteca creciente, tiempo menguante” (21-11-12016). 
Fue precisamente en mi primera adolescencia, a eso de los dieciséis años, cuando me entró la pasión por la lectura. Posiblemente influyó mucho en ello tener por amigos íntimos a dos lectores empedernidos (luego se pasaron a Letras) y una profesora de francés que nos hizo leer “La guerre de Troie n’aura pas lieu”, de Jean Giraudoux, lo cual, lo que para otro chaval de mi edad hubiera sido una lata, incentivó mi interés por la lectura. Después de esa experiencia me lancé, motu proprio, a la busca y lectura de otros escritores franceses.
Desde entonces, y de la mano del Círculo de lectores, tal como contaba en mi post, me convertí en un lector asiduo de novelas de todos los géneros.

8. Características que debe tener un libro para que, a priori, sea un acierto seguro

No pretendo sentar cátedra, pero creo que en cualquier género literario, el tema debe ser lo suficientemente atrayente como para incentivar al lector potencial a comprar y leer un libro. Una vez en las manos, el estilo narrativo tiene que ser igualmente atractivo y fluido, que te sumerja en la historia y en los personajes con facilidad y empatía. Hay quien opina que el primer párrafo ya tiene que atrapar al lector. Cierto es que un buen comienzo, ya desde el primer párrafo, puede desvelar qué es lo que nos espera pero, para no llevarnos a engaño, yo soy mucho más tolerante y dejo concluir el primer capítulo para intuir si la historia que le sigue me gustará o me dejará indiferente. Por supuesto, siempre hay excepciones, pero, respondiendo a la pregunta, para que un libro, y especialmente una novela, sea un acierto seguro, su autor debe saber atrapar al lector desde un buen inicio.

9. Algún libro que te gusta leer en secreto, siendo para ti “un placer culpable”

Siento decepcionaros, pero no recuerdo haber leído ni un solo libro en secreto ni que hubiera resultado ser un placer culpable. Ni siquiera en mis años mozos. Porque supongo que el Playboy no cuenta.

10. ¿Alguno te ha robado el sueño, en el sentido de no poder dormir hasta terminarlo?

He estado muchas veces, a lo largo de mi vida lectora, enganchado a varios libros hasta el punto de esperar un momento de asueto, especialmente a la hora de acostarme (momento que siempre aprovecho para leer), para proseguir con su lectura y me ha sabido mal tener que cerrarlos cuando, ya rebasada la medianoche, mis párpados empezaban a cerrarse y mi cerebro ya no procesaba correctamente lo que leía. Pero nunca un libro me ha robado el sueño ni me ha impedido dormir la interrupción de su lectura. Siempre he aplicado aquello de “mañana será otro día”.
Recuerdo que una de las primeras novelas que me engancharon de tal modo que esperaba ansiosamente la hora de acostarme para retomar su lectura fue “La montaña mágica”, de Thomas Mann, a la edad de diecisiete años. Al parecer, según mis actuales amigos eruditos en la materia, no es posible que a esa tierna edad yo pudiera disfrutar, ni siquiera entender esa magna obra de ese gran autor alemán. Sea como fuere, la historia me atrajo de tal forma que la hora de acostarme se convirtió en un momento mágico, como la montaña de Mann. Si supe interpretar la obra y apreciar todo su valor, ya no lo sé. Quizá, retomando el enunciado de la primera pregunta, debería volver a leerla, pues todavía hoy me trae muy buenos recuerdos.

Dicho esto, que no es poco, ha llegado el momento de nominar a dos compañero/as para que, si así lo desean, tomen a su vez el testigo y contesten, en su blog, a estas mismas preguntas. 

Y por aquello de la paridad entre sexos, he elegido a un hombre y a una mujer (como Adán y Eva en el paraíso):

-Francisco Moroz y su blog “Abrazo de libro”: http://abrazodelibro.blogspot.com.es/
-Conxita Casamitjana y su blog “Enredando con las letras”: https://enrededandoconlasletras.blogspot.com.es/

Y eso es todo amigo/as.



miércoles, 14 de diciembre de 2016

Tierra quemada, guerra injustificada


Llevamos mucho tiempo, demasiado, viendo esas imágenes espeluznantes que parecen sacadas del mismísimo infierno y que me hacen cuestionar, una vez más, la bondad del ser humano, a la vez que me sorprende hasta qué punto puede llegar su resistencia. Evidentemente, me estoy refiriendo a seres humanos distintos en cuanto a condición económica, política (o ideológica) y social. El primero es quien, desde arriba, somete al de abajo. El segundo es el que sufre las consecuencias de dicho sometimiento. Dos polos opuestos. Y obviamente me estoy refiriendo a la guerra en Siria y al brutal asedio de Alepo por parte de las tropas gubernamentales de Bashar al-Ásad y rusas, su aliado en este conflicto bélico que ya dura más de cinco años y se ha cobrado hasta ahora un cuarto de millón de muertos según algunas fuentes (Naciones Unidas) y casi medio millón para otros observadores.

Todas las guerras son crueles por definición y algunas, como ésta, están surtidas de actos genocidas, al actuar impunemente contra la población civil, impidiendo o dificultando su evacuación, privándole de alimentos y medicinas e incluso bombardeando los centros hospitalarios donde se atiende a los supervivientes, con la excusa de ser utilizados como refugio de los terroristas. En definitiva, una masacre orquestada con total impunidad, haciendo oídos sordos a la comunidad internacional.

No me siento capacitado para hacer una valoración de los intereses políticos y económicos que subyacen bajo las apariencias, pues es harto complicado discernir, por la ignorancia propia y la desinformación interesadamente recibida, las verdaderas razones que la han provocado pues en este tipo de conflictos generalmente sólo vemos la punta del iceberg. La realidad suele ser muy distinta a cómo nos la cuentan.

Lo que me ha movido a escribir esta entrada es algo más simple pero no por ello menos injusto: el deseo de ganar a toda costa, sin importar el coste humano.

Hay guerras justas, las menos, e injustas, las más. Dirimir entre lo que es justo e injusto también sería una tarea compleja ─y probablemente poco imparcial─ por los motivos antes mencionados. Pero para mí lo más injusto es que, aun sabiendo las enormes bajas que una guerra causará o está causando, se inicie o prosiga la contienda sólo por el orgullo, o debería decir la soberbia, de no dar el brazo a torcer, de ser el vencedor, de aplastar al insurgente que, a veces con razón, se alzó en armas. En el caso que aquí me ocupa, al-Ásad se ha erigido ─provisionalmente─ como el orgulloso ganador por haber recuperado el control de Alepo, una ciudad actualmente habitada por perros vagabundos y famélicos, escombros y miles de fantasmas que un día fueron personas que vivían felices o, por lo menos, dignamente.

Bashar al-Ásad ha ganado una ciudad prácticamente desierta y destruida hasta los cimientos sólo por la “gloria” de ser el triunfador. Los habitantes que lo han perdido todo, los inocentes que han pagado con sus vidas, son sólo un daño colateral, algo asumible por quienes no tienen ─y sabían que no tendrían─ entre ellos a sus padres, hermanos o hijos.




viernes, 9 de diciembre de 2016

Nunca segundas partes fueron buenas



Al igual que la expresión “peor es meneallo”, que utilicé hace unos meses para ilustrar otra de mis entradas, esta sentencia que ahora nos ocupa también procede de El Quijote, pronunciada por el Bachiller Sansón Carrasco mientras habla con Sancho. En sentido estricto, esta frase proverbial viene a significar que carece de mérito continuar o presentar de otro modo, con afán de mayor mérito, lo que otro hizo antes.

Aunque esta expresión se emplea casi siempre para indicar que una continuación o secuela de una película o de una novela de éxito nunca tiene la misma calidad que la primera y está condenada al fracaso, también se aplica en otros muchos ámbitos de nuestra vida.

¿Quién no ha oído, e incluso hecho suya, esta frase? Seguro que, si no miles, sí cientos de veces. Y en más de una ocasión dándole crédito. Ahora bien, ¿podemos asegurar que siempre o casi siempre ―no seamos absolutistas― es así? ¿No será que sólo creemos en su veracidad cuando se cumple o nos interesa que se cumpla?

Ciertamente, en el ámbito literario y cinematográfico hay muchos casos que reafirman tal aseveración, pero estoy convencido de que ello se da cuando los intereses comerciales y oportunistas incitan al autor ―o al productor en el caso del cine― a elaborar una segunda, tercera e incluso más entregas de forma un tanto forzada. En estos casos suele ocurrir que la idea primigenia no da más de sí y, por lo tanto, estas continuaciones adolecen de la originalidad necesaria para tener éxito.

Por supuesto que hay ejemplos a favor y en contra de esta tesis. A mi juicio, las sagas cinematográficas de Indiana Jones, Misión Imposible o La Guerra de las Galaxias, por poner sólo unos pocos ejemplos, la desmienten; en cambio las de Rocky, Viernes 13 o Superman, la avalan. Lo mismo podríamos argumentar para los remakes ―¿qué versión de Los diez mandamientos, Ben-Hur, King Kong o Psicosis nos ha parecido mejor?― y para las versiones llevadas a la gran pantalla de novelas exitosas, en cuyo caso casi siempre ―salvo honrosas excepciones― sale ganando la versión impresa.

Pero no es sólo en el ámbito literario y del séptimo arte dónde se aplica esta máxima. Creo recordar que la oí ―y la sufrí― por primera vez de adolescente y por boca de mi padre. A mis catorce años, pasé un verano maravilloso en un pueblecito del alto Aragón, donde disfruté de la naturaleza, hice amigos y me enamoré. El grupo de veraneantes con los que trabamos amistad, prometimos repetir la experiencia y encontrarnos de nuevo al año siguiente. Ese año de espera se me hizo interminable. Todos mis amigos ―y entre ellos mi amiga “especial”― acudieron. Menos yo. Por motivos familiares, falté a la cita que con tanta ilusión había estado esperando durante doce meses. Cuando protesté enérgica y desesperadamente ante ese incumplimiento de palabra, mi padre sentenció: “nunca segundas partes fueron buenas”. Con ello quiso decirme que, por mucho que hubiera disfrutado de mi primera experiencia, seguro que no iba a repetirse y, por lo tanto, no me perdía gran cosa no acudiendo.

Al margen de este ejemplo personal, que podría considerarse puramente anecdótico y, por lo tanto, un hecho aislado, son muchos los que creen que algo bueno es muy difícil, si no imposible, que se repita. Como si la felicidad, los buenos ratos, la buena suerte, sólo nos visitara una vez en la vida. A excepción de la lotería y, en general, los juegos de azar, no creo que sea así. En estos casos es la estadística la que tiene la palabra, el cálculo de probabilidades. Del mismo modo que es altamente improbable que un proyectil caiga dos veces en el mismo punto ―la mejor zona donde protegerse es precisamente el cráter dónde ya ha caído uno―, también lo es que salga dos veces seguidas el mismo número de la ruleta, que se repita dos años seguidos el mismo número del gordo de Navidad o que acertemos más de una vez la combinación ganadora de la Primitiva.

Pero cuando algo depende de nosotros, no del azar, sin interferencias externas, sin voluntades ajenas para perturbarnos deliberadamente, los hechos y situaciones placenteras pueden irse repitiendo hasta el fin de los días. Yo he repetido muchos actos, que han acabado convirtiéndose en hábito, y sigo disfrutando de ellos como la primera vez. Quién más quién menos ha experimentado alguna vez en su vida una decepción cuando ―generalmente de niño―, habiendo idealizado algo que le impresionó gratamente, luego, al cabo de los años, lo ha vuelto a vivir. Parece que nada sea igual. Creo que es ahí donde reside el problema: cuando nos dejamos deslumbrar por algo, desvirtuando la realidad, por el motivo que sea, y al cabo de un tiempo volvemos a mirarlo con otros ojos, mucho más serenos o más maduros. Es entonces cuando nos sobreviene el desencanto y lo achacamos a que las cosas ya no son iguales, cuando se repiten, como lo fueron la primera vez.

Sea como sea, yo sigo creyendo que las segundas partes no sólo pueden ser tan buenas sino incluso mejores. Todo depende de nuestra actitud. ¿No lo creéis así?
 
 

lunes, 21 de noviembre de 2016

Biblioteca creciente, tiempo menguante



Aunque el primer libro que recuerdo haber leído, Las aventuras de Tom Sawyer, llegó a mis manos –por vericuetos que no recuerdo y con motivo de una gripe que me hizo guardar cama una semana- cuando yo tenía unos diez años de edad, no fue hasta los dieciséis cuando empecé a leer de forma habitual. Y desde entonces no he parado. Tuvo que ser mi madre quien se hiciera socia del Círculo de Lectores ―a la sazón mi fuente de lecturas― en mi lugar porque los menores de edad no podían firmar subscripciones de ese tipo (ignoro si hoy en día es posible). Ella era la socia titular y yo el lector y contribuyente real (pagaba las cuotas con los ahorros procedentes de mi modesta paga mensual, que se iban todos en libros y discos).

Solo durante mis estudios universitarios disminuyó mi ritmo de lectura pues tenían prioridad los apuntes y libros de texto. Aún así, no pude evitar seguir comprando libros para cuando estuviera en disposición de leerlos con tiempo y calma. De este modo, a lo largo de los años, he ido acumulando tal cantidad de libros que necesitaría varios lustros para leerlos todos. Y aún así sigo adquiriendo nuevas publicaciones, tanto en papel como para ebook. Tengo un buen número de libros adquiridos desde mi época adolescente que no he leído y van entrando nuevos sin parar (regalados o comprados por su novedoso interés o por ser secuelas de obras leídas y disfrutadas con anterioridad). He arrinconado a los clásicos, que esperan pacientemente en mi biblioteca, para dar paso a nuevos autores, nuevos lanzamientos de autores conocidos, recomendaciones de amigos y best sellers de los que todo el mundo habla. ¿No debería leer de una vez por todas Crimen y castigo, cuyas páginas hace años que amarillean, que la última entrega de Ruiz Zafón?

No doy abasto para todo lo que querría leer. ¿Para qué leer, entonces, obras nuevas cuando tengo tantas pendientes de lectura? ¿Debería hacer un lugar en los estantes de mi biblioteca para libros (y escritores) nuevos cuando hay tantos antiguos que todavía no he leído?

Debo añadir un hecho curioso: ahora que tengo más tiempo para leer es cuando leo menos. ¿Cómo es eso posible? Pues muy fácil. Cuando estaba en activo, dormía poco y mal. El estrés me pasaba factura y dedicaba las horas de insomnio a leer, lo cual no sólo me relajaba sino que, muchas veces, me devolvía a los brazos de Morfeo. Por otra parte, cuando terminaba mi jornada laboral, al llegar a casa, mi forma de desconectar era tener un libro en mis manos, y leerlo, por supuesto. Leía, pues, unas cinco horas diarias, sin contar, lógicamente, los fines de semana, en los que dedicaba menos tiempo a la lectura y más a actividades al aire libre. Ahora, en cambio, sucede todo lo contrario. Durante los días laborables reparto mi tiempo libre en tantas actividades ― culturales, sociales, familiares y domésticas―, y por la noche me vence con tanta facilidad el sueño, que sólo me quedan unas dos horas diarias, a lo sumo, para leer, mientras que los fines de semana y días de guardar dedico a los libros un tiempo extra. Pero esto es tan solo un hecho anecdótico y personal del que soy yo el único responsable.

El mensaje –si puede llamarse así- que pretendo lanzar en esta breve entrada, es que muchas veces, cuando, por acumulación de trabajo pendiente, debemos priorizar y administrar adecuadamente el tiempo, no siempre sabemos cómo hacerlo. Y volviendo a nuestros queridos amigos los libros, permitidme, además, la licencia de una reflexión funesta pero innegablemente real y práctica a efectos contables: estimando en veinte años lo que me resta de vida –al menos cognitivamente eficiente, hasta los ochenta y seis-, es decir, unos siete mil trescientos días, a mi ritmo de lectura actual, solo me quedará tiempo para leer algo más de seiscientos libros de unas quinientas páginas de promedio. Así que, ¿qué puedo hacer? ¿Dejar en el trastero los libros hasta ahora no leídos y seguir concentrándome en las nuevas publicaciones, o no compro ni un libro más hasta que no haya consumido intelectualmente los que han estado esperando su oportunidad?

Si opto por lo primero, ¿me lo reprocharán Shakespeare, Tolstoi, Balzac, Mann, García Márquez, Víctor Hugo, Hemingway, Hesse, etc., etc., etc., en el más allá? Pero, bien pensado, como esto es altamente improbable ―que cada uno interprete libremente el porqué― quizá debería dejarme llevar por lo que me aporta el presente sin pensar en el pasado, en el mañana ni en el más allá. ¿Acaso lo importante no es pasarlo bien sin pensar en lo que es políticamente ―o literariamente― correcto? Pero es que me sabe mal pasar por alto a ilustres escritores y ahuecar el ala sin haber leído algunas de las joyas de la Literatura Universal. Pero si nadie me lo tiene que echar en cara…

De hecho, hay muchas cosas que no tendremos tiempo de hacer, aun llegando a ser longevos, que quizá sean tan importantes o más que la lectura. ¿O no?
 
 
 

jueves, 3 de noviembre de 2016

Un fin de semana en el Sobrarbe


En los últimos tres años he participado en veintitantos certámenes de cuentos, relatos cortos y microrrelatos. En media docena quedé como uno de los muchos finalistas. En realidad, eran concursos promovidos por pequeñas editoriales encubiertas. No entraré en detalles sobre ello porque ya dediqué, en este mismo blog, una entrada al respecto (“El negocio de algunos concursos literarios”, 19-03-2015).

En otros certámenes, convocados por entidades culturales y ayuntamientos, me he llevado más de una decepción al no haber visto premiado, ni siquiera con un accésit, el relato presentado y en el cual había depositado grandes esperanzas. Pero ello forma parte de la vida real. No siempre se gana y mucho menos cuando uno se enfrenta a gran cantidad de “adversarios” seguramente mucho más cualificados. Debo decir, sin embargo, que si bien en algún caso en que pude acceder al relato ganador, tuve que descubrirme ante su calidad, en algún otro la decepción fue todavía mayor al comprobar –según mi criterio- la mediocridad de la obra que había resultado ganadora. Esta es otra realidad cotidiana. No siempre quien se lleva los laureles es merecedor de ellos. Soy consciente de que esta afirmación puede parecer propia de quien, frustrado por el fracaso, arremete contra quien o quienes le han derrotado en la contienda. Os aseguro que no es este mi caso.

Es, pues, inútil dar más vueltas a este asunto. Lo antedicho solo pretende ser un breve currículo sobre mi escasa y poco exitosa participación en certámenes literarios y como mera introducción a lo que sigue.
 
Tras varios meses de aislamiento en este sentido, desestimando las convocatorias que pasaban por mi vista, que eran, y siguen siendo, muchas, una en particular me llamó poderosamente la atención: el IX certamen de cuentos y relatos breves “Junto al Fogaril”, convocado por el Ayuntamiento de Ainsa-Sobrarbe y la Biblioteca Pública Municipal de Ainsa, con la colaboración de la Asociación cultural "Junto al Fogaril", el Centro Vacacional Morillo de Tou, la Diputación de Huesca y CCOO Comarca de Sobrarbe. ¿Y qué fue lo que me llamó la atención? Pues que había un accésit especial, con el nombre del poeta y cantautor aragonés José Antonio Labordeta, para obras que abarcaran una temática relativa al Sobrarbe.

Y es que yo tomé contacto con Ainsa (en aragonés L’Aínsa) y, por extensión, con la comarca del Sobrarbe en agosto de 1964, cuando aterricé allí, casi por casualidad, para pasar las vacaciones de verano, unas vacaciones que a priori se me antojaron de las más aburridas y que resultaron ser las mejores de mi vida adolescente. Desde aquel verano he vuelto regularmente a la zona, en compañía de amigos primero y de mi familia después. Tal fue la impronta que dejó en mí aquella primera visita que en julio de 2014 escribí, también en este blog, un relato autobiográfico titulado “Verano del 64”. ¿Cómo podía, entonces, eludir la invitación para escribir un relato ambientado en esa comarca que tan gratos recuerdos me trae?

Por otra parte, si entramos en el capítulo de las coincidencias, hace quince años, en agosto de 2001, de vuelta a Barcelona tras uno de esos periplos por el pirineo de Huesca, nos detuvimos, mi mujer, mi hija menor y yo, en la población de Abizanda, cercana a Ainsa, junto al embalse de El Grado. Allí, además de la visita obligada al castillo torreón del siglo XI y a su iglesia románica del siglo X, visitamos el Museo de Creencias y Religiosidad Popular, que me introdujo a un pasado orlado de supersticiones y leyendas. En dicho museo adquirí el “Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón”, de Chema Gutiérrez Lera, y tras su lectura me prometí escribir algún día, cuando tuviera el tiempo libre necesario, una historia fantástica basada en esas creencias.

Así pues, la convocatoria del Ayuntamiento de Ainsa fue todo un reto y vino como anillo al dedo para cumplir una promesa que había quedado pendiente durante quince años.

El caso es que el resultado del ejercicio resultó favorable y el relato con el que concurrí al certamen, “Al final se hizo la luz”, fue premiado con el anteriormente citado accésit. La verdad es que desde el primer momento tuve un pálpito. Y debo decir que ha sido la primera vez en mi vida que un presentimiento positivo se ha visto cumplido, contraviniendo mis creencias (léase “La otra Ley de Murphy”, en este mismo blog, del 1-04-2016). No sé por qué, pero algo me decía que Ainsa me traería buena suerte. Y así ha sido.

Hace unas dos semanas recibí una llamada del primer Teniente Alcalde del Ayuntamiento de Ainsa, José Luis Bergua, comunicándome la buena nueva y recordándome que la aceptación del premio me obligaba a recogerlo en persona. Ya os podéis imaginar mi reacción a la propuesta. ¿Qué son 292 kilómetros desde Molins de Rei? Un paseo. Y, dadas las circunstancias, mucho más agradable que de costumbre.

El acto de entrega de premios se había fijado para el sábado día 29 de octubre al mediodía en el Jardín del Museo de Artes y Oficios de Ainsa. El alojamiento, a cargo de la organización, la noche del viernes, era en Morillo de Tou, un pueblo recuperado y reconvertido en centro vacacional a 4 kilómetros de Ainsa. Aprovechando, pues, esta circunstancia, mi mujer y yo decidimos prolongar nuestra estancia dos noches más.
 
 
Antes de dar paso a la entrega de los premios, tuvo lugar una actuación a cargo de Alfonso Palomares, un conocido actor humorístico de la televisión aragonesa que amenizó el acto con la obra satírica “Una indocumentada historia de Aragón”, en la que hizo un recorrido un tanto sui géneris por la historia de esta Comunidad. Como era de suponer, bajo las risas provocadas por las ocurrentes parodias, los nervios de un servidor iban tejiendo una tela de araña que al subir al estrado empezó a emerger desde las entrañas y que –espero que nadie se apercibiera de ello- me hicieron trastabillar verbalmente en más de una ocasión.

Huelga decir que, para un novato en estas lides, fue todo un acontecimiento, diría que histórico, no solo por ser el primer premio que recibo en mi todavía corta vida literaria sino porque mis dos compañeros premiados, el asturiano Carlos Fernández Salinas, que se llevó el primer premio con el relato titulado “Crónicas de la inocencia”, y el riojano Ernesto Tubía Landeras, galardonado con el segundo premio por su relato “Los claveles de Zihuatanejo”, son consumados escritores premiados en numerosas ocasiones, tanto en certámenes de relatos como de novela. Por lo tanto, fue para mí todo un honor estar a su lado y conocerlos personalmente. No solo son muy buenos escritores sino también unas personas encantadoras y humildes, algo que no suele ocurrir –creo yo- entre autores repetidamente laureados. Me sentí satisfecho y a la vez abrumado. A fin de cuentas, repito, era mi primera experiencia, como la del adolescente en su primer encuentro amoroso.
 
De izquierda a derecha: Enrique Pueyo (Alcalde), Carlos Fernández Salinas (primer premio), Ernesto Tubía Landeras (segundo premio), Josep Mª Panadés (accésit), Mercedes Vaz-Romero Bernad (ganadora del primer premio del año anterior) y Pedro Arbó (gerente del centro de Morillo de Tou)
 
A la ceremonia de entrega de premios y al posterior almuerzo con representantes de la organización y algún miembro del jurado profesional, le siguieron la relajación y placer del contacto con la naturaleza en su estado más puro. Las horas siguientes, hasta el momento de la partida, el lunes por la mañana, fueron un bálsamo y a la vez un acicate para volver, una vez más, al pirineo aragonés.

En esta ocasión, Tella, Revilla, Escuaín y Panticosa fueron los lugares que visitamos, sin dejar de callejear, al atardecer, por las empedradas pendientes del núcleo urbano original de Ainsa y su preciosa plaza porticada, que tantas suelas de nuestros zapatos han pisado a lo largo de nuestras repetidas e inolvidables visitas.



Ciertamente, de todas las experiencias se extrae una lección. En este caso, la lección o, mejor dicho, las lecciones aprendidas podría resumirlas así:

- Que nunca es tarde para lograr que una ilusión se haga realidad.
- Que el tesón y la paciencia acaban dando, tarde o temprano, sus frutos.
- Que el mejor premio que se puede recibir es conocer a gentes y lugares que te hacen sentir vivo, y
- Que la mejor experiencia literaria es rodearte de quienes, conociendo el éxito, comparten contigo sus experiencias, te animan a seguir adelante y te regalan sus consejos con generosidad y sin reservas.
 
En definitiva, ha sido todo un lujo disfrutar de un fin de semana en Ainsa-Sobrarbe, tanto desde el punto de vista cultural, humano y recreativo.

Creo que, desde ahora, seré más receptivo para con los certámenes literarios. Y más paciente.
 
 
 
Nota: los tres relatos galardonados, están disponibles en la web http://www.villadeainsa.com
 

jueves, 6 de octubre de 2016

Los relatos breves y yo


Nunca me he atrevido a hacer una reseña ni una crítica literaria. Para lo primero hay que tener dotes y para lo segundo conocimientos, y no creo poseer ninguna de las dos cosas. Hay quien lo hace muy bien, así que prefiero dejarles a ello/as este cometido.

Lo que aquí expongo es producto de una pequeña guerra que se libra hace tiempo en mi interior con respecto a muchos de los relatos que he leído, de modo que no he podido resistirme a la tentación de dar mi humilde opinión sobre las últimas lecturas, especialmente por el impacto que me han producido.

A la dificultosa labor de síntesis que requiere este género literario hay que añadir la del mensaje y el factor sorpresa que este tipo de textos suele contener. Claro que hay relatos con el final abierto, del que tanto gustan algunos autores (yo mismo lo he practicado en alguna ocasión), dejando al lector la tarea de especular sobre su interpretación y desenlace.

Desde que tomé gusto por este género, he compaginado la lectura de novelas con la de recopilaciones de relatos que me sirvieran como fuente de inspiración (no en el fondo sino en la forma) y referencia.

Por poner unos ejemplos citaré las siguientes publicaciones: “Nocturnos”, de John Connolly, “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, de Raymond Carver, “Besos en el pan”, de Almudena Grandes, “Cuentos de terror de los objetos malditos”, de Chris Priestley, David Roberts y Alexandre Vázquez, “Cuentos completos”, de Edgar Allan Poe, “Cuentos y relatos”, de Frank Kafka, y, la última de mis lecturas, “Cuentos breves para leer en el bus” (véase la ilustración), una recopilación de veinte relatos de sendos afamados autores de finales del siglo XIX y principios del XX.

Decir que entre los cuentos de un mismo autor los hay que me han agradado mucho más que otros sería una obviedad –rayando la perogrullada- totalmente subjetiva; afirmar que hay cuentos de autores célebres que me han decepcionado, casi otro tanto (sobre gustos…); pero lo que me ha movido a escribir estas líneas no es, como he insinuado al principio, hacer una crítica literaria de estas obras ni de este género, que tanto me atrae, sino algo mucho más delicado y que quizás haga que algún/a lector/a se rasgue las vestiduras.

Pero voy a arriesgarme a ser tachado de ignorante (de paso confesaré otro de los pecados mortales de mi ignorancia, en este caso musical: no me gusta la ópera) y diré que hay relatos que aun habiendo salido de plumas exquisitas y célebres, habiendo pasado a engrosar la lista de obras de la literatura universal, a mi juicio son mediocres y anodinos. ¿Quizá los escribieron en horas bajas? Relatos éstos que tras su paciente y expectante lectura uno se queda con cara de póquer, preguntándose: “¿qué?”, “¿cómo?”, “¿ya está?”, ¿y…? Y no me refiero a que tengan un final abierto sino a que no has entendido ni jota. Es algo parecido a lo que me ocurre ante algunas –he dicho algunas, ¿de acuerdo?- obras de arte abstracto que, por mucho que me las mire desde todos los ángulos posibles, no sé interpretarlas y mucho menos hallar su mérito. Quizá los autores (los que estén vivos, claro) o algún crítico literario que leyera esta entrada (cosa que dudo) me enmendarían la plana y darían respuesta a mi duda existencial. De momento sigo en la inopia.

Creo fervientemente que el relato no es un género menor, simplemente es distinto a la novela en muchos aspectos, pero debe tener en común con ésta una introducción, un nudo y un desenlace. Cuanta más intensidad y tensión contenga un relato, más se espera del desenlace y éste no puede dejar indiferente al lector, que es lo que me ha ocurrido en muchos de estos casos que he mencionado.

Si tomáramos este post como si de un cuento se tratara –que no lo es-, la moraleja que yo extraería sería la siguiente: que entre los grandes siempre puede hallarse la mediocridad y entre los mediocres siempre puede aparecer una genialidad.

Y dicho esto, voy a continuar con un relato que tengo entre manos y que no veo el modo de terminarlo. Quizá lo deje abierto y así evitaré tener que romperme la cabeza ideando un final convincente que supere todo escrutinio. No, mejor será que lo trabaje un poco más, no sea que el día de mañana, cuando pase a la posteridad, sea tachado de autor mediocre por algún bloguero ocioso y sin escrúpulos.


miércoles, 21 de septiembre de 2016

Estilo rico, estilo pobre



Hago uso del título de un libro que estoy leyendo, cuya finalidad es enseñar a escribir con estilo y precisión a los escritores noveles. En él se dan consejos sobre cómo hacer que un texto tenga calidad literaria evitando los fallos habituales del principiante.

Hay que aclarar, sin embargo, que para el autor*, estilo rico no es forzosamente sinónimo de riqueza, variedad, belleza, precisión, matización, intensidad, etc., pues estos objetivos no siempre se persiguen por los caminos mejor orientados (sic).

A lo largo de los dos últimos años, en los que asistí a un taller de escritura creativa, también he recibido numerosos consejos orientados a escribir con estilo.

Son muchas las recomendaciones sobre cómo escribir bien que uno puede encontrar por doquier y formuladas por plumas de renombre. Pero incluso los expertos a veces se contradicen.

Aquí podríamos aplicar la máxima de que “cada maestrillo tiene su librillo” y no son pocos los ejemplos que podemos encontrar en obras de autores famosos que contravienen claramente esas líneas directrices a las que antes me refería.

Evitar frases excesivamente largas, con abundantes oraciones subordinadas; no utilizar adverbios acabados en –mente; no usar demasiados adjetivos; no usar gerundios; evitar utilizar verbos “simples” como decir, hacer, dar o entrar, substituyéndolos por sinónimos más “estilísticos”. Y así una retahíla de  consejos y prohibiciones por mor (¡vaya expresión más literaria!) del buen gusto.

Otros expertos abogan, en cambio, por la sencillez. Es muy propio de principiantes utilizar expresiones pomposas o grandilocuentes para decir (¿he dicho decir?) o, mejor, expresar, algo sencillo. Se dicen mentiras, que también se pueden contar, pero no se expresan o manifiestan; se hace la comida o se cocina, pero no se lleva a cabo o se produce; se da la mano, también se estrecha, pero no se entrega; se entra en una habitación, pero uno no se introduce o penetra en ella, a menos que se haga a hurtadillas o por la fuerza, practicando un butrón. Con ello solo quiero indicar que cada verbo tiene un uso según las circunstancias y el contexto, y no deben utilizarse sinónimos sin ton ni son solo para que parecer más ilustrado. Ese sería el estilo pobre.

Desde que aprendí estas normas básicas, admito que leo mejor. Me fijo y saboreo mucho más las novelas que caen en mis manos, aunque sean traducciones de la lengua original en que fueron escritas –los traductores, esos subestimados y desconocidos profesionales de la lengua- y soy mucho más crítico. Valoro ahora más la forma y no solo el fondo (el argumento, la trama). Advierto ahora, también, que autores de best sellers, como por ejemplo Dan Brown, que tanto admiraba, que, si bien están dotados de una gran imaginación, de la que nacen historias trepidantes que enganchan al lector, carecen de un estilo literario notable (¿quizá sea aquí culpa del traductor?). También ahora tomo nota mental de si esos escritores profesionales respetan o no las reglas del “buen escritor”. Y puedo decir que he leído a autores reconocidos y premiados, con los que he disfrutado y disfruto enormemente, de una gran calidad literaria, que me han dejado sin apenas resuello tras una frase repleta de oraciones subordinadas hasta el esperado punto y seguido. Los hay, en cambio, quienes utilizan frases tan cortas que el texto parece telegráfico. Hay autores laureados que hacen escaso uso de la puntuación y en otros casos he llegado a contabilizar hasta seis o siete adverbios acabados en -mente en una sola página (yo ya he utilizado cuatro en lo que llevo escrito y todavía queda otra por aparecer). Y podría seguir citando otros pecados supuestamente capitales.

En fin, que se puede eludir la Norma sin menoscabar la Calidad de una obra. Tal como lo veo, cada género literario precisa de un  estilo y de unos recursos determinados. En relatos cortos y en pasajes de intriga, las frases muy cortas dan un ritmo que incrementa la atención y el suspense. Pero si se está describiendo, por ejemplo, una escena romántica, queda mucho mejor una exposición más larga, manteniendo así el clima. Queda muy bien decir: “Se oyeron unos pasos. La tarima crujía. Quien fuera que estuviera al otro lado se iba acercando. Me sentía atrapado. Tenía miedo. No podía respirar”. En cambio, resulta aceptable escribir: “Cuando entré en el gran salón, la busqué con la mirada y la vi sentada en un rincón, sola y con cara de hastío, y no pude reprimir mis deseos de presentarme, así que me dirigí raudo hacia ella, sin atender a los saludos de los que se cruzaban en mi camino, sabiendo que sin duda aquella bellísima mujer se llevaría una gran sorpresa al saber que era yo quien la había invitado”.

Aunque lo pueda parecer, no pretendo sentar cátedra, pobre de mí. Sigo siendo un aprendiz de escritor y continúo, seguramente, cometiendo errores. Solo pretendo explayarme exponiendo mi punto de vista, mi humilde opinión personal, sobre el tema del estilo que tanto me preocupa.

Creo, por supuesto, que las normas de puntuación y la sintaxis son fundamentales, el ABC de la escritura (todos conocemos el clásico ejemplo de la diferencia existente entre “no tenga piedad” y “no, tenga piedad”, en que una simple coma puede cambiar radicalmente el destino de una persona). Y, aun así, debo reconocer que a veces tengo dudas sobre si poner o no una coma, si he puesto demasiadas o demasiado pocas.

Lo importante, a mi juicio, es tener una buena base para luego crear un estilo propio, que respete las normas más elementales de la escritura pero que no nos encorsete y nos impida ser libres y creativos; tener, en definitiva, nuestra propia forma de escribir.

Soy, pues, del parecer de que las normas están para conocerlas, como una base de la que partir, respetarlas hasta cierto punto, y saltárnoslas siempre que sea de forma consciente y con un propósito.

Acepto, cómo no, los consejos que vienen de gente mucho más experimentada que yo, pero no así las imposiciones ni las limitaciones como las que indican que no se debe recurrir a expresiones demasiado usadas a lo largo de la historia literaria por los que nos precedieron (lo que se conoce como un tópico). Hay quien opina, por ejemplo, que las expresiones “una profunda tristeza”, “pechos turgentes”, “negro como el ala de un cuervo” o “espiral de violencia”,  por poner solo unos pocos ejemplos, son muy manidas, que tuvieron su momento pero que ya han caducado. No veo por qué. Así no podríamos decir “su larga melena color azabache” porque esta expresión ya ha sido usada en infinidad de ocasiones.

Yo sigo viendo, en obras de autores célebres, expresiones tan repetitivas como las del tipo: una chaqueta de tweed (que yo me pregunto qué es el tweed que sale tanto en las novelas), ojos de un azul acerado o acuoso, cabello ralo… Por no hablar de la tan utilizada frase “todo sucedió en un breve instante que se me hizo eterno”, para dar a entender lo largo que se le hizo al personaje un suceso que, siendo de corta muy duración, percibió como muy prolongado por lo penoso o desagradable que resultó.

En fin, creo, para terminar, que todo escritor puede permitirse ciertas licencias, sin menoscabo de la calidad de su obra, si bien en el mundo editorial, en el que mandan los editores escrupulosos y los correctores de estilo–los inquisidores de los nuevos escritores- parece ser que dichas licencias solo se les están permitidas a las “figuras”.

¿Estoy equivocado y lo que me ocurre en realidad es que, como novato que soy, no practico suficientemente bien la autocrítica y no me percato de mis limitaciones? Quizá mi estilo sea más pobre de lo que pienso y yo lo vea más rico de lo que es. Quien sabe.
 
 
*Luis Magrinyà. Colección Debate. Penguin Random House. 2015
 
 

viernes, 2 de septiembre de 2016

Reto tres días, tres citas


Como ha pasado más de un mes desde que María del Carmen Píriz me lanzara este reto justo cuando cerraba el “chiringuito” por vacaciones, he optado por no demorarlo más y recuperar el tiempo perdido condensado en una sola entrada, es decir en un día, las tres citas que se me piden. Dado que mi hábito de lectura no se ha quedado en casa, castigado sin vacaciones veraniegas, he aprovechado mis lecturas del mes de agosto pasado para tomar nota de las siguientes citas extraídas de tres de las novelas que he leído.

Puedo decir que he jugado con una cierta ventaja pues me marché sabiendo que tenía estos deberes extraescolares por delante. De lo  contrario, reconozco que me hubiera resultado bastante difícil hacer memoria de frases leídas tiempo atrás pues muy pocas veces he llegado a anotar o subrayar frases que me han llamado la atención. Será porque no me gusta garabatear los libros que leo y que, por otra parte, como suelo leer en la cama, no me apetece levantarme para tomar nota y luego, por la mañana, ya se me ha olvidado.

En esta ocasión, digo que he jugado con ventaja porque, durante la lectura de las novelas que me llevé conmigo de viaje, he prestado una atención especial a este pormenor. Lo único que me podía ocurrir es que no hallara una cita lo suficientemente atractiva como para tomar nota de ella y comentarla en este espacio. Pero no ha sido así. Quizá no sean las frases más inspiradoras que haya podido leer en mi vida pero todas tienes su punto reflexivo.

Por orden cronológico de lectura, ahí van, pues, las tres citas en un día:
 
“Qué sería de los sueños si la gente fuera feliz” (atribuida al poeta francés Pierre Reverdy, supuesto amante de Coco Chanel), citada en “Una pasión rusa”, de Reyes Monforte (1).
 
"Hasta que no hayas aprendido a no pensar en aquello que has dejado por el camino no podrás decir que ciertamente sabes vivir”, extraída de “Deseo de chocolate”, de Care Santos.
 
"El único peligro es oler el humo y no admitir que algo se está quemando”, procedente de “Versalles, el sueño de un Rey”, de Elisabeth Massie.
 
Creo que huelga hacer comentario alguno sobre lo que cada una de estas frases encierra pues su interpretación es suficientemente simple, aunque no por ello exenta de una gran verdad.

Por si alguien lee o ha leído la novela de Care Santos y observa que la cita que aquí he reproducido no coincide plenamente con lo que ha leído, debo aclarar que es una traducción literal del texto que aparece en la obra original en catalán “Desig de xocolata”.

Y eso es todo por el momento, amigo/as. En cuanto me haya desperezado de mi letargo vacacional volveré a las andadas, o mejor a las escrituras. Tendré que cambiar las baterías por unas de litio o algo mejor pues no sé qué me ha ocurrido este mes de agosto que no se han recargado del todo.
 


(1) Premio de novela histórica Alfonso X el Sabio 2015

martes, 26 de julio de 2016

Cerrado por vacaciones

Pues sí, este año me voy a la playa (y espero que algunos días a la montaña) sin portátil y sin iPad. El reloj de pulsera y el móvil sí que se vienen conmigo. El primero me acompaña a todas partes desde que mis padres me regalaron el primero a la vuelta de un viaje por Italia. Yo tendría por entonces unos diez años. No, no fui uno de esos niños a los que se les regalaba su primer reloj por su Primera Comunión. En mi época, ese sacramento-ritual se celebraba a la temprana edad de siete años. Ahora es a los diez, edad en la que los niños reciben ahora su primer Smartphone.

Bueno, pues como decía, no soy capaz de abandonar ninguno de esos dos aparatos. Por una arte, me gusta controlar el tiempo aunque sea para no hacer nada importante. En segundo lugar, necesito estar conectado con e mndo exterior. Sé que, además de usar el teléfono móvil “inteligente” para hacer y recibir algunas llamadas (no muchas), enviar y recibir algún WhatsApp (bastantes), y leer algún que otro correo electrónico (más bien borrar la multitud de envíos automáticos), también caeré en la tentación de pasarme por Facebook y darle algún “Me gusta” y compartir alguna que otra publicación. Soy curiosón por naturaleza.

Pero sí estaré desconectado de la blogosfera hasta la vuelta al dulce hogar en septiembre, si Dios o el destino así lo disponen. Mi mente, sin embargo, estará activa para pensar y esbozar algún que otro relato para mis “retales de una vida”, y para tomar nota de hechos que luego pueda trasladar a mi “cuaderno de bitácora”.

Espero que el tiempo me acompañe. Y si no, para eso tengo a mis amigos de casi toda la vida para hacerme pasar un rato muy agradable: los libros. Y de paso pensaré (y soñaré) en la posible publicación en otoño de mi segunda recopilación de relatos cortos. Amazon me tiene ya bastante atrapado.

Hasta la vuelta, amigos lectores*
 
 
 
*La RAE considera innecesario, desde el punto de vista lingüístico, el desdoblamiento de un término en sus géneros masculino y femenino.
 

miércoles, 20 de julio de 2016

Otra mala experiencia



Hace más de un año, exactamente el 19 de marzo de 2015, publiqué en este mismo blog una entrada titulada “El negocio de algunos concursos”, refiriéndome a esos certámenes literarios convocados por algunas editoriales y otras entidades en los que el negocio consiste en publicar los relatos finalistas –que pueden llegar a un centenar- en una Antología que luego se ofrece a los participantes a un precio “razonable” (rondando los quince euros). Como también mencionaba en dicho post, yo mismo (o mejor debería decir mi ego) me dejé embaucar en más de una ocasión.


Dicho esto, no abundaré en este tema del que, por otro lado, ya se ha comentado suficiente en blogs y redes sociales.


Ahora le toca el turno a mi segunda experiencia en torno a las editoriales que, abusando de la ilusión e ingenuidad de algunos escritores noveles, les ofrecen publicar su obra mediante una coedición, eso es compartiendo –al menos teóricamente- la inversión y los beneficios.


Digo mi segunda experiencia, porque cuando quise publicar, en 2014, mi primera recopilación de relatos cortos, me ofrecieron una coedición, de la que no había oído hablar hasta entonces. Debo aclarar que en esa primera ocasión, la editorial actuó con total transparencia, detallando desde un inicio y sin tapujos en qué consistía, si bien adornaron su oferta con un preámbulo que indicaba que la obra había sido valorada muy positivamente por el equipo editorial y que, por lo tanto, poseía el valor necesario y suficiente para ser publicada. No entraré aquí a detallar lo descabellado de la oferta y de su repercusión económica para mi bolsillo, pues aquella fue rechazada de plano por este crédulo –pero no muy tonto, solo un poco- escritor en ciernes.


El objeto de este post, aparte de “denunciar” esta actuación que considero abusiva y que, en palabras coloquiales, calificaría de tomadura de pelo, es detallar hasta qué punto pueden ser perversos estos falsos editores que se presentan como promotores de la literatura novel. Y para ello me remito a esta segunda –y reciente- mala experiencia.

No mencionaré el nombre de la Editorial ni mucho menos del interlocutor que, en su representación, quiso convencerme, con cantos de sirena, de la bondad de su oferta.

El caso es que entre los meses de marzo y abril de este año, contacté con dieciséis editoriales “modestas” –de esas que dicen apostar por los autores noveles y que no les mueve únicamente el ánimo de lucro- repartidas por casi toda la geografía española para tantear la –ingenua, repito- posibilidad de ver publicada una segunda recopilación de relatos de mi autoría.

El resultado fue que cuatro de ellas ni se dignaron a contestar a mi requerimiento sobre la posibilidad y el método para hacerles llegar mi manuscrito; seis no aceptaron el envío del manuscrito por distintos motivos; cinco lo desestimaron porque no se ajustaba a su línea editorial o bien (en un caso) porque no publicaban relatos de autores desconocidos; y una, Eureka, sí contestó interesándose por mi obra. Es precisamente de esta editorial, o mejor dicho del comportamiento del mediador, de lo que voy a tratar a continuación.

Lo primero que me llamó poderosamente la atención fue la prontitud con la que respondieron al primer contacto por mi parte: en cuatro días me solicitaron el manuscrito y mi CV, cosa que hice en menos de 24 horas, henchido de emoción. Al cabo de ocho días naturales me confirmaron la correcta recepción del manuscrito y me informaron que en el plazo de dos meses se pondrían en contacto conmigo para darme una respuesta y que –añadían- si en dicho plazo no había recibido noticias suyas, volviera a contactar con ellos. Alucinante ¿no? Eso sí que es seriedad –me dije. Eso era solo un gancho, para captar mi atención y devoción para con ellos.

Un servidor, al cabo de un mes justo –además de ingenuo, uno es impaciente- hizo lo que le indicó esa amable editorial, y preguntó por el estado de la evaluación de su manuscrito, a lo que le respondieron que, debido al gran volumen de manuscritos recibidos, estaban tardando más de la cuenta en responder y que tan pronto hubieran recibido el informe de evaluación de mi obra se podrían en contacto conmigo. Aquí los señores de la editorial ya debieron ver que mi interés estaba en plena efervescencia, que el cebo ya estaba preparado para lanzarlo a la presa y que ésta (es decir, yo) estaba a punto de caer en la trampa. Eso tenía lugar el 16 de junio, un día antes de mi 66º cumpleaños. Para ser tan mayor, qué infantil que resulto a veces, os diréis.

Y llegamos al glorioso ocho (no 18) de julio, día en que recibo una llamada telefónica a mi móvil. Al otro lado de la línea, una jovencita –por la voz- con un marcadísimo acento del sur me dice que les ha gustado mis relatos –“al menos a mí me han gustado”, acierta a decir como si hubiera sido ella la única en leerlos o en dictaminarlos- y me informa que, como han visto (lo especificaba en mi CV) que no era mi primera obra, pues ya había auto-editado una anterior selección de relatos, me ofrecían la gran y generosa oportunidad de mi vida: la coedición, en la que ellos corrían con el 70% de los gastos y yo con el 30% restante. Hasta ahí nada que objetar ni para rasgarse las vestiduras. Aunque no era la opción que yo deseaba, que no era otra que la de que una Editorial se “enamorara” de mi trabajo y decidiera apostar y arriesgarlo todo por él, pedí que me enviaran su propuesta por escrito para juzgar adecuadamente a cuánto equivalía esa proporción en dinero contante y sonante.

No os aburriré más con los detalles económicos. Solo decir que de los 350 ejemplares que tenían previsto emitir, en una primera –y seguramente la única- tirada, yo me comprometía a comprar 120 al precio de venta al público de 18 euros. Echad cuentas. Es decir, yo, el autor, les compraría el 34,2857142857% (la pantallita de mi calculadora no da para más dígitos) de mi propia obra (ya sé que suena muy pomposo este término, pero me gusta, qué queréis que os diga) al precio al que la adquiriría cualquier comprador de la calle. Por supuesto no soy tan idiota como para no ver que con los dos mil y pico euros a los que asciende esta compra ya tenían asegurado un pequeño –eso sí- negocio. Algo es algo. De los restantes 230 ejemplares, yo me llevaría, en concepto de royalties, un 10% del PVP, suponiendo que se dedicaran realmente a una promoción activa.

Habiendo respondido, educadamente, que me lo pensaría, exploré el coste de una nueva autoedición, pero esta vez previendo una tirada mayor que en mi primera recopilación de relatos –de la que solo se imprimieron 35 ejemplares, con el único propósito de obsequiarlos a amigos y familiares- pensando en esta ocasión en su venta.

Solo había discurrido una semana cuando sonó mi móvil y en la pantalla apareció una larga serie de cifras, como cuando alguien llama desde una empresa. Yo andaba paseando con mi perro pero decidí contestar, no fuera algo urgente. Al descolgar, una voz atronadora de un supuesto directivo de la editorial, derrochando simpatía, me mostraba su sorpresa por no haber tenido todavía noticias mías acerca de la extraordinaria oferta que tan generosamente me habían hecho a mí, un escritor desconocido cuya obra, si fuera por los de la “planta noble” (sic) quedaría en el más absoluto de los anonimatos. Cómo podía dudar ni por un instante si me estaban ofreciendo la oportunidad de mi vida, bla, bla, bla.

Me tuvo al teléfono un cuarto de hora. Con cada objeción que yo le hacía, me lanzaba una andanada de alegaciones a cual más vehemente. Solo faltó que me llamara tonto. Lo que no pudo rebatirme fue la desfachatez de cobrarme 18 euros por cada uno de los 120 ejemplares que me correspondía vender por mi cuenta y riesgo. Simplemente se fue por los cerros de Úbeda. Según él, entre presentaciones y ferias del libro, no solo vería recuperada mi inversión en un pis pas sino que, además, me forraría. Lo que tampoco supo decirme es en qué espacios (librerías y superficies comerciales) colocarían ellos los 230 ejemplares que les correspondía distribuir por “sus canales habituales”. Estando su editorial en una comunidad autónoma alejada de la mía, tampoco quiso incidir en los aspectos logísticos y prácticos para llevar a cabo esas presentaciones a las que aludía y la firma de ejemplares en las ferias del libro de nuestro país. Pero de todo lo que oyeron mis atribulados oídos, lo peor fue el tono, el vocabulario (rayando la vulgaridad) y la excesiva (para mi gusto) familiaridad que utilizó en sus explicaciones y argumentos. Parecía estar ante un vendedor ambulante que, a voz en cuello, canta las ventajas de un producto defectuoso o inútil que pretende “colar” a las cándidas amas de casa.

Tras despedirme, dándole nuevamente las gracias por su interés y prometiendo darle la debida respuesta tras una profunda reflexión, tuve claro cuál iba a ser mi decisión. Al día siguiente –para qué hacerle esperar más- le envié un correo electrónico dejándole clara y diáfana mi opinión; vamos, que no contara conmigo para contribuir a ganarse el sueldo.

Y aquí estoy de nuevo. Tiro la toalla. Diréis que dieciséis editoriales son muy pocas para rendirme, que quizá hay alguna por ahí con ideales de mecenazgo, con ganas de dar un espaldarazo a un escritor, joven o maduro (por no decir viejo), con ganas y valía (eso ya es harina de otro costal, claro) para lanzarse a la piscina de la publicación literaria. Pero, sinceramente, no creo que existan. Quizá existieron y se arruinaron. Quién sabe.

El caso es que estoy como hace dos años, cuando opté por la autoedición de “Ahora que ha parado de llover”. Y creo que repetiré la operación pero, si no  con ánimo de lucro, al menos con el de recuperar la inversión (moderada y asumible) por la publicación de unos 50 ó 100 ejemplares a través de la misma editorial de autoedición que utilicé entonces. Cómo venderé esos ejemplares, ya es otra historia. Solo veo dos opciones: 1) a través de la presentación de “Irreal como la vida misma” –así se titula la nueva recopilación de relatos- en la biblioteca municipal de mi localidad y en LibrUp, la librería-espacio PopUp de Barcelona, donde he hallado apoyo moral para mi proyecto, y 2) anunciando el magnífico evento en facebook y a través del boca-oído o cualquier otro medio de coacción.

¿Cuántos ejemplares lograré vender? Ni idea. Quizá resulte un fiasco total. Lo que más me “arruga” de este plan son las presentaciones, y no solo por mi timidez innata para hablar en público (aunque se supone que acudirían mayormente amigos y conocidos), sino por el temor a que la audiencia sea escasísima o, peor aún, nula, sin contar con los miembros de mi familia, a los que, por otra parte, no voy a venderles ni un solo ejemplar. Por otra parte, me resultará violento invitar a quienes luego se verán en el compromiso de comprar un ejemplar y, ya fuera del ámbito de la presentación del libro, pedir a quien sea, amigo o conocido, que me compre un ejemplar. Cómpramelo, porfa.

Ahora dedicaré el mes de agosto a la reflexión y luego, a la vuelta de vacaciones, tomaré una decisión. A ver si el aire puro del mar o de la montaña me inspira.

Cómo me gustaría en este momento ser uno de esos famosillos que ocupan los espacios del corazón. Seguro que me quitarían el libro de las manos. Bueno, bien pensado, prefiero ser como soy e ir coleccionando malas experiencias.
 
 

viernes, 8 de julio de 2016

Peor es meneallo



“Peor es meneallo, amigo Sancho” dijo Don Quijote a su escudero cuando, habiéndose éste aliviado encima de puro miedo, le conminaba a estarse quieto para que no apestara más la estancia (Capítulo XX: La aventura de los batanes).

En el lenguaje coloquial equivaldría a decir que es mejor no remover ciertos asuntos que pueden causar disgustos, o más vale dejar las cosas como están, no vayamos a empeorarlas.

Hace ya algún tiempo que publiqué en este mismo blog las entradas tituladas “Temas prohibidos” (30.11.13) y “Quien calla no siempre otorga” (19.09.14) que, aunque trataban sobre los nacionalismos y la “cuestión catalana”, intentaban reflejar la problemática que surge cuando en este país se habla –o mejor dicho, se discute- de política cuando los interlocutores tienen puntos de vista opuestos.

Estamos viviendo una época política y económicamente turbulenta en la que unos echan la culpa a otros y nadie acepta su parte de culpabilidad. Una época en la que cada día se descubren nuevos delitos de fraude y latrocinio de guante blanco por parte de quienes deberían dar ejemplo de honestidad, lo cual sería algo parecido al delito de pederastia cometido por un religioso. Todos acusan, nadie admite la culpa y, si ésta queda finalmente demostrada, nadie dimite de su cargo oficial. Por el contrario, todo el mundo se cree con el derecho a calumniar. Si finalmente se demuestra que la acusación era solo una calumnia, nadie se retracta ni pide disculpas. Ya se sabe: “Calumnia que algo queda”. Y como toda defensa lleva aparejado un buen ataque, se usa el “y tú más” como arma. En este país nos hemos acostumbrado a la excusa de “pero si todo el mundo lo hace” para justificar los actos más reprobables.

Si el futbol enciende pasiones a los seguidores de un equipo, la política las enciende aun más a los afiliados y simpatizantes de un determinado partido político y es curioso –o mejor debería decir triste- comprobar cómo, al igual que en el mencionado deporte nacional, se pierde totalmente la ecuanimidad y la objetividad. Siguiendo el símil futbolístico, solo juega sucio el contrario, Vamos, que “vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro”.

El que juzga negativamente un acto o actitud de su partido, del partido de su agrado o de sus simpatizantes políticos es una rara avis. Es algo tan insólito que nadie lo entiende, hasta el punto de creer que quien hace tal cosa es necesariamente enemigo de dicho partido o de dichos políticos. El “estás conmigo o contra mí” se aplica a rajatabla. Parece como si no hubiéramos dejado atrás la época oscura en la que ser de izquierdas equivalía a ser rojo y ateo y ser de derechas era ser un fascista. La palabra “república” todavía eriza el vello a algunos sin pensar en el verdadero significado de esta palabra. Debemos reconocer, sin embargo, que hay quienes, con su comportamiento y dialéctica, hacen un flaco favor a las creencias y comportamiento democráticos. Y es que “de todo hay en la viña del Señor”.

Entrando por un momento en materia religiosa, diré que siempre he estado convencido –y lo digo por experiencia propia- que el mandamiento cristiano más difícil de cumplir es el que dice “amarás al prójimo como a ti mismo”. Me conformaría con que nos respetáramos como queremos ser respetados.

Pero al fin y al cabo somos humanos y, como tales, tremendamente imperfectos. Y la peor de nuestras imperfecciones es la de no querer reconocer nuestros defectos y errores ni el de nuestros “aliados”, con los que mantenemos una conducta corporativista. Del mismo modo que en ciertas profesiones existe un corporativismo, como si fueran miembros de un clan al que hay que proteger –hoy por mí, mañana por ti-, observamos que lo mismo ocurre entre la clase política. Pero lo que más me llama la atención es que la misma actitud la mantiene el ciudadano que se siente identificado ideológicamente con un determinado partido político. Si alguien comete un delito, ¿no voy a reprobarlo, ni siquiera aceptar la culpabilidad de quien lo ha cometido, simplemente porque pertenece al partido con el que simpatizo? Pues parece que esa es la regla. Solo hay delincuentes en los otros partidos, todo lo que se dice del “nuestro” son calumnias. Nosotros estamos en posesión de la verdad absoluta y los demás están equivocados. Todo cuenta a la hora que defender a los “nuestros”. Nos creemos lo que queremos creer, lo que culpa al contrario, al enemigo, sin contrastarlo ni darle el beneficio de la duda. A por ellos.

Reconozco que, incluso a personas tan poco extremistas como yo, a veces nos domina más la pasión que la sensatez. Nos dejamos contagiar por la crispación, la rabia, la animadversión y el desprecio que nos envuelve hacia actitudes y situaciones que consideramos tremendamente injustas. En tales circunstancias actuamos como medio de transporte de soflamas reivindicativas que todavía encienden más la mecha de la intolerancia. Pero “quien esté libre de culpa que tire la primera piedra”. Esto es y ha sido siempre así y no cambiará. En lugar de dejarnos llevar por actitudes partidistas, deberíamos ser capaces de discernir lo que es justo y lo que no, independientemente de quién lo haga y lo diga.

Creo que deberíamos hacer un esfuerzo por abandonar la actitud maniquea de dividir a la gente entre buenos y malos. Y no solo en política. Tendemos a desvirtuar las cosas por pura simplificación: si eres español, te gustan los toros y el flamenco; si eres catalán, eres separatista y te gustan las sardanas; si apoyas la causa palestina, eres antisemita y justificas el holocausto. Y así podríamos encontrar muchos ejemplos de clichés que no se ajustan necesariamente a la realidad. La simplificación, al igual que la exageración, es causa de muchos prejuicios.

Y por si eso fuera poco las redes sociales favorecen el enfrentamiento. Se publica esto, aquello y lo de más allá, de todos los signos políticos y tendencias. Y, obviamente, la información no solo no coincide sino que es antagónica. La información y opiniones –pero sobre todo las mentiras- corren como la pólvora. Bueno, la verdad es que ya ni siquiera sabemos lo que es mentira y lo que no. Ahora las discusiones políticas han alcanzado el patio de vecinos de facebook, twitter y demás redes sociales y, según lo que uno comparte, se ganan adeptos y se pierden amistades. Ha cambiado la forma pero no el fondo de la cuestión. Pero, claro, ya se sabe que “quien tiene boca se equivoca”, y que “a boca cerrada no entran moscas” pero a veces es preferible abrirla a que crean que “quien calla otorga”. Eso o darse de baja de la red social a la que uno esté dado de alta y hablar sólo de ciertos temas con los que piensan como tú y, aun así, en voz baja y con la puerta cerrada, no sea que alguien te oiga y se ofenda.

No sé si hay más cosas que nos unen que las que nos separan, pero deberíamos intentar ver el vaso medio lleno en lugar de medio vacío. Limar las diferencias y cultivar las similitudes.

Pero a mi edad, hace ya muchos años que dejé de creer en los milagros. Todo seguirá igual. Lamento profundamente ser tan negativo pero creo ser realista. Si no hemos cambiado en siglos, ya no cambiaremos nunca. Seguiremos tirándonos los trastos a la cabeza y aquí no valen amigos ni familiares. Solo se salvan de la quema los padres, los hijos y quizá –solo quizá- los hermanos. El resto quedan en el mismo cajón que el vecino del quinto.

El viejo refrán “divide y vencerás” es intemporal y universal. Siempre ha sido así y seguirá siéndolo. Los refranes son los únicos que tienen la razón. Pero a mí me gusta mucho más el que dice “el pueblo unido jamás será vencido”. Debo ser un romántico que, aun no creyendo en los milagros, le gusta imaginarlos. Y que conste que la mención de esta frase que conforma el título de la canción del grupo chileno Quilapayún no tiene ninguna connotación política sino más bien sociológica. Por si las moscas…

Y es que ya lo decía Don Quijote: más vale no meneallo.