jueves, 30 de abril de 2015

La hipocresía de cada día


Todos somos unos hipócritas y hemos ejercido como tales en muchas ocasiones. El término “hipocresía” se define como: “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”. Sin embargo, yo me quedaría con esta otra afirmación, mucho más simplificada que encaja mejor con lo que voy a referir aquí: “la hipocresía es un tipo de mentira”. Según esto, debería reformular mi afirmación y decir que todos somos unos embusteros y hemos mentido en muchas ocasiones. Quizá muchos rechacen la primera parte de este enunciado porque el calificativo les resulte demasiado desagradable y ligado a la personalidad, pero sí deberán admitir la segunda, porque quién no haya mentido alguna vez que tire la primera piedra y quien afirme no haberlo hecho nunca es un embustero redomado.

¿Cuántas veces no habremos tenido que mentir para no molestar u ofender? He conocido a algunas personas -muy pocas en realidad- absolutamente sinceras al expresar sus opiniones y tengo que decir que en ocasiones han sido, consciente o inconscientemente, demasiado rudas e incluso crueles. Veamos unos pocos ejemplos: Si una chica a la que su novio le acaba de regalar un anillo de compromiso va y, henchida de satisfacción, te dice –una simple pregunta retórica que solo busca tu asentimiento- “¿qué te parece, verdad que es precioso?” Y supongamos que lo encuentras hortera. ¿Qué le vas a responder? “Pues chica, la verdad, me parece un bodrio pseudo-artesanal, una vulgaridad, una chabacanada”,¿ o algo por el estilo? Aunque no sea de tu gusto, aunque lo encuentres horrible ¿cómo vas a arruinarle la ilusión? O bien aquella otra que, habiendo pasado por un mal trago o una enfermedad, no se halla en sus mejores momentos o condiciones físicas, que da pena verla, vamos: ojerosa, lívida, más delgada, con una cara enfermiza a más no poder, te dice con cara de angustia “¿verdad que estoy hecha un asco?” Y tú vas y le contestas “pues si chica, parece mentira, quién te ha visto y quién te ve, das pena”.

En casos como éstos, lo normal, o por lo menos humanitario, es recurrir a la mentira piadosa, que por eso se llama así, porque no solo evita dañar sino que pretende, además, dar ánimos. Pero mentira al fin y al cabo. No hay que recurrir a la hipocresía pura y dura del tipo “oh, qué preciosidad de anillo, chica, qué maravilla, vaya un gusto que tiene tu novio” para luego correr a comentar a todo hijo de vecino lo horroroso que es, o bien “pero si estás de maravilla, como siempre, guapísima, oye, qué más quisiera yo tener tu aspecto” y apresurarse a divulgar a los cuatro vientos lo demacrada que está, que hasta parece drogada. Eso sí sería hipocresía en su máximo esplendor.

Siempre hay un término medio para todo y los extremos son igualmente malos. Qué cuesta decir respecto al anillo: “vaya, qué detalle, estarás contenta ¿no?” –pregunta más retórica si cabe porque la muchacha está tan desbordante de alegría que no apreciará tu disimulada mentira-. Y para el caso de la joven desmejorada: “no mujer, se te ve cansada y un poquito ojerosa pero es normal, con lo que has pasado, y además no se nota tanto”

Recuerdo a una secretaria, exponente máximo de la cruda sinceridad, que cuando veía aparecer a alguien por su zona de trabajo, le hacía un scanner de cuerpo entero y no vacilaba en decirle a la cara: “Qué corbata más horrorosa que me llevas hoy, chico”, o bien “pero qué te has hecho en el pelo, tía, que pareces un espantapájaros”. Y se quedaba tan ancha. Y el/la interpelado/a como una estatua de sal, sin saber qué responderle evitando caer en la tentación de enviarla a freír espárragos o algo peor.

Un vez más, no hay que confundir la sinceridad con la crueldad y no me cansaré de repetir que puede decirse lo que se quiera siempre que sea con educación y respeto.

Hay personas, sin embargo, que se merecen esa sinceridad cruel, esas que con su pregunta están hipócritamente auto-infligiéndose una crítica negativa con el único objeto de ver satisfecha su vanidad: “Ay, no sé, ¿crees que me sienta bien este vestido? Me ha costado un pastón, pues lo compré en Chanel, pero no sé, me veo fatal”, esperando oír “pero qué dices, mujer, si estás super-sexy y te sienta maravillosamente bien, vaya un vestido, qué envidia me das”. En este caso, lo que procedería sería una respuesta del tipo “pues no sé qué decirte, chica, no está mal” y que se joda (con perdón).

Así pues, la hipocresía se da tanto en el que utiliza intencionadamente una pregunta con segundas intenciones como el que responde diciendo todo lo contrario de lo que piensa.

Estos ejemplos cotidianos pueden considerarse anecdóticos y suelen quedar en el terreno privado, pero existe otra forma de hipocresía un tanto atípica - porque no responde exactamente con su definición- que detesto aún más porque es un modo de decir algo de forma que no parezca lo que es en realidad y porque abarcan, sobre todo, ámbitos públicos. Me refiero a los eufemismos, que no solo consisten en suavizar la forma de expresar algo duro o malsonante sino en tergiversar su significado. ¿A quién se le ocurre llamar “paz duradera” a una invasión militar que acarreará miles de muertos? Los eufemismos se dan con frecuencia en los estamentos militares, religiosos y políticos (ahora mismo se está hablando de “regularización fiscal” para referirse a la amnistía fiscal) pero también se pueden aplicar a un sinfín de situaciones. Imaginémonos definiendo a una prostituta como “experta en relaciones sociales” o a un caco como “técnico en propiedades inmobiliarias”.

Desvirtuar deliberadamente la realidad es también un acto de hipocresía. Ante esta situación, lo importante es saber leer entre líneas. Lástima que no se haya publicado ningún libro que lleve por título “aprender a leer entre líneas es fácil si sabes cómo”. Así que deberemos seguir siendo autodidactas en la materia.
 
 

 

jueves, 16 de abril de 2015

Cuando la crueldad es espectáculo



En alguna otra ocasión me he explayado hablando y escribiendo sobre los malos modales en público y que esta muestra de mala educación desacredita y descalifica a quien la protagoniza. En el ámbito televisivo, si bien los insultos y calumnias que puedan proferir algunos tertulianos o invitados de paso quedan impunes con el pretexto que no es responsabilidad de la productora ni del presentador-moderador, cuando es un partícipe o colaborador fundamental del programa quien detenta tal comportamiento, ello debería ser objeto de una censura sin parangón.

Hay programas que se especializan y se recrean en la grosería y mal gusto, lo cual, por desgracia, les otorga un alto índice de audiencia. Es la incultura hecha espectáculo. Allá cada uno con sus gustos. Pero lo que más me indigna es cuando en un programa-concurso, se utiliza la ofensa y la humillación de un concursante por parte de algún miembro del jurado. Porque para mí, no hay peor ofensa que la que se inflige en público, pues el ofendido se halla en franca desventaja, sin posibilidad de réplica ni defensa, debiendo de soportar la humillación que ello representa.

Años atrás, en el concurso “Operación Triunfo”, era un publicista, Risto Mejide, quien, como miembro del jurado, se encargaba de aplicar el escarnio público a aquellos jóvenes aspirantes a cantantes que, según su opinión, no daban la talla o no habían “acertado” en su interpretación. Calificativos como “inútil”, “vergonzante”, “horroroso” eran de los más suaves que salían de sus envenenados labios. Era su papel, decían muchos, una interpretación. Quién sabe cuántas vidas y esperanzas arruinó con sus palabras. Quizá suene a exageración pero lo veo desde mi perspectiva. Del mismo modo que se siente vergüenza ajena cuando uno se pone en la piel de alguien que está haciendo el ridículo en público, yo sentía humillación ajena imaginándome como el receptor de tales agravios.

Ahora, parece ser que el vacío dejado por ese sujeto petulante y prepotente, cuya actitud le dio publicidad, le valió la imagen de tipo duro y se vio profesionalmente premiada, ha sido ocupado por los chefs Pepe Rodríguez y Jordi Cruz en el concurso culinario “MasterChef”.

Lo que ocurrió hace unos días en ese programa, y que algunos medios han calificado como la expulsión más humillante de toda la historia de MasterChef, me ha provocado el mayor de los rechazos. El modo en que Pepe primero y Jordi a continuación trataron a Alberto, un estudiante de medicina de 18 años a raíz de una receta que preparó y que bautizó como “León come gamba”, no tiene justificación ética. Por muy desafortunado que resultara el plato que preparó, no justifica el trato dispensado y el daño moral que le produjo a ese muchacho, que no dejaba de excusarse, como implorando piedad, ante ese par de jueces que parecía que iban a condenarlo a la hoguera.

No sé si la crueldad vende. Hasta ahora estaba demostrado que lo que atrae al público es el morbo de ver cómo A destripa a B ante las cámaras pero dudo mucho que resulte mínimamente atractivo ver cómo alguien, dotado de la superioridad que le otorga el cargo y la experiencia, destruye la autoestima de quien busca, acertadamente o no, formación, reconocimiento y éxito profesional. Esas personas que, valiéndose de su poder, aniquilan deliberadamente la moral del principiante, le humillan con burlas ácidas y corrosivas, con exabruptos y ofensas verbales, no merecen estar al frente de un programa cuya finalidad es todo lo contrario.

No es necesario ser hipócrita (de las distintas formas de hipocresía me gustaría tratar en otra ocasión) pero sí mínimamente delicado, piadoso o, por lo menos, moderado a la hora de juzgar negativamente la obra de un concursante que va de buena fe. La destrucción de la ilusión, la seguridad, el amor propio es, a mi juicio, una gravísima e inmerecida afrenta que degrada y descalifica moralmente a quien la ejercita y si eso se lleva a cabo ante millares de espectadores, se transforma en un acto perverso que no debería tener cabida en un medio de difusión como es la televisión. Un principiante precisa de ayuda y de motivación; no merece, por mal que desempeñe su tarea, un trato humillante que le puede hundir, según su susceptibilidad, hasta límites peligrosos.

Los jueces deben ser justos en sus valoraciones y sentencias. En los casos a los que me refiero no se está juzgando a un delincuente, se está evaluando a un aspirante a ganarse un lugar en una determinada disciplina. No hay que dar falsas esperanzas pero tampoco reducir a la miseria las expectativas.

La competitividad es buena, pues estimula; la crítica correctamente formulada también, pues corrige. Por el contrario, la competencia feroz y la crítica destructiva solo produce desmotivación y, a veces, incluso frustración. Hay que esforzarse mucho para llegar a lo más alto y solo llegan los más aptos, pero cuántas más manos amigas aparezcan por el camino mejor. Una zancadilla no evita llegar a la meta, solo obliga a levantarse una y otra vez y llegar tarde, pero una rotura de la pierna hace que la carrera se interrumpa definitivamente y quizá imposibilite al corredor volver a competir.

Habría que erradicar los malos modos y, sobre todo, la crueldad a la hora de enjuiciar a alguien o a su obra, debiendo existir un control o un correctivo para que, de este modo, ello no se convierta en un espectáculo.

Pero como todo tiene su lado positivo (o al menos hay que buscarlo), parece que el joven Alberto ha creado escuela. Ya son varios los restaurantes que han incluido en su menú un plato con el nombre de “León come gamba”. Pero lo mejor de todo es que, aparte de la popularidad que se está ganando, Ferran Adrià lo quiere en su equipo. Ojalá lo años conviertan a Alberto en un chef de primera. Y si no, que sea un buen médico.
 

 

lunes, 13 de abril de 2015

La ira



Quien haya visto la película “Relatos salvajes” quizá se haya sentido identificado con alguno de los personajes que acaban, en las seis historias que componen el film, siendo objeto de un arrebato de ira o explosión emocional incontrolable.

¿Qué lleva a un ser humano, habitualmente cauto, sensato y moderado, a abandonar su estado “normal” para perder los estribos y armar la de San Quintín? Yo creo, -pues a mí me ha ocurrido en varias ocasiones cuando todavía tenía energía de combustión interna- que no solo es la rebeldía ante una situación tremendamente injusta, ante un hecho que, por muy habitual que sea, se siente como intolerable, sino que es la rabia contenida, la represión a la que uno está sometido a diario, la que activa la espoleta en el momento menos pensado. La impotencia, por ejemplo, experimentada por personas de conducta sumisa, ante hechos y decisiones inaceptables dictadas por superiores prepotentes, tragándose el orgullo, actúa y se traslada en momentos y situaciones alejadas del ojo del huracán. Al menos, este sería el retrato robot de mi esporádica agresividad.

Pero para que se dé una explosión de ira debe haber algo que colme ese vaso que hace mucho tiempo que está a punto de rebosar. Y, paradójicamente, la gota que provoca el mayúsculo desbordamiento suele ser una minúscula partícula que pasaría totalmente desapercibida si cayera en otra parte y en otro momento. Dicho de otro modo: una nimiedad, una tontería es capaz de desencadenar un tsumani de proporciones gigantescas y que, si nadie ni nada lo impide, puede llegar a tener consecuencias gravísimas.

Hasta que no alcancé esa edad en que las cosas ya empiezan a resbalarle a uno, protagonicé algún que otro episodio de ira que, por fortuna, no tuvo un final infeliz. Curiosamente y contra todo pronóstico, ello no me produjo una liberación, una relajación por haber echado fuera los malos espíritus, sino que me dejó muy mal cuerpo. Debió de ser el hecho de pensar lo que me hubiera deparado ese suceso de no haber acabado en tablas o ignorado por quien hubiera podido tomar una represalia.

En la carretera, ante un conductor temerario que juega con la integridad física de los demás; en la cola del cine, ante el típico caradura que se cuela por la cara aprovechando la distracción ajena simplemente porque se considera más listo que los demás; en la calle, ante el policía municipal que actúa como el matón del barrio sin atender a razones más que justificadas; en el aeropuerto, ante la impasividad de los profesionales que deberían informar del retraso injustificable del vuelo y de los motivos por los cuales vas a perder tu conexión hasta el destino final quedando tirado a mitad de camino….

En fin, varios, son los casos de ira que protagonicé, casi todos ellos dignos de un relato casi tan salvaje como los de la película anteriormente mencionada. Si no los refiero ahora y aquí –quizá algún día me decida- es porque temo que algún/a lector/a me tome por bipolar o, peor aún, por loco, como debieron pensar muchos de los que presenciaron mi estallido colérico. Curiosamente, quienes hubieran podido sancionarme, por eso de quebrar las normas de buena conducta o por escándalo público, no obraron en consecuencia, se inhibieron o, simplemente, decidieron que me desahogara.

Ahora, en alguna ocasión me he sentido tentado de alzar la voz para recriminar a algún que otro miserable que, incívico y chulesco, se salta las más elementales normas de convivencia. Mi mujer me retiene y hace bien. Podría acabar en un box del servicio de urgencias del hospital más cercano y a mi edad me tendrían que pasar a planta, donde convalecería de las lesiones muchos días antes de darme el alta.

Será la edad o la sensatez pero creo haber podido, por fin, contener al Mr. Hyde que todos llevamos dentro y dejar que sea el Dr. Jeckyll quien dé la cara. Y que dure.
 
 
 

miércoles, 1 de abril de 2015

El día del fin del mundo



Correrían los años sesenta cuando alguien (no sabría decir el origen del notición) profetizó que estábamos a las puertas del fin del mundo, faltando escasos días para el temido juicio final. Un mal pensado anticlerical diría que fue obra de la Iglesia Católica que, en su afán de reconducir a las ovejas descarriadas, las puso a prueba, haciéndolas pasar por el filtro del sacramento de la penitencia.

Fuera como fuese, eran largas las colas frente a los confesionarios parroquiales, muchos los pecadores que limpiaban sus almas ante la inminente hecatombe que llevaría a los justos a la salvación y a los pecadores a la condenación eterna.

A mí, la idea, o mejor dicho la imagen del fin del mundo era del estilo de las películas de ciencia-ficción pero sin alienígenas atacando la tierra. Yo miraba al cielo por si el sol, la luna y las estrellas decidían posar juntos ante las miradas incrédulas y aterrorizadas de los pobres mortales. Andaba con tiento para detectar cualquier temblor a mis pies, por si, de repente, un seísmo de magnitud 7 en la escala Richter -o mayor, porque tratándose de algo sobrenatural seguro que tenía que ser incalculable- abría un enorme boquete y me engullía antes de que pudiera haber confesado mis pecadillos al cura párroco o al padre escolapio durante la confesión dominical en el colegio.

Por fortuna y a pesar de que en casa se vivía un ambiente católico, apostólico y romano, mis padres no dieron crédito al bulo (sabe más el diablo por viejo…), por lo que mi desasosiego inicial quedó rápidamente mitigado. En cuestión de semanas, transcurrido un tiempo prudencial de espera sin que nada apocalíptico ocurriera, volvió a reinar la calma y los confesionarios se vaciaron, retornando a la clientela habitual.

Desde entonces, han sido varias las alarmas, advertencias y premoniciones que han aventurado el finiquito de la vida en nuestro planeta poniéndole fecha de caducidad a corto plazo. Se ha aludido a Leonardo da Vinci, Nostradamus, Newton, Rasputín, y más recientemente a los Mayas; se ha hablado de profecías religiosas, bíblicas, profanas, de iluminados anónimos o de ilustres personajes; se pueden contabilizar por decenas las profecías que anunciaban y siguen anunciando el fin del mundo. Las causas también son diversas: unas científicas (climáticas, ecológicas, astrofísicas), otras bélicas (la tercera y definitiva guerra mundial) y otras divinas. Salvo la desertización y la hambruna consiguiente, todos los finales anunciados son más bien rápidos e inevitables.

Obviamente, no podemos evitar, hoy por hoy, la colisión de un gigantesco meteorito ni mucho menos la intervención divina, pero sí podemos eludir una confrontación bélica que desemboque en una guerra nuclear a gran escala o que nuestro planeta siga calentándose y perdiendo la enorme masa de hielo de los casquetes polares hasta que las aguas de nuestros océanos cubran gran parte de los continentes y el sol, la atmósfera y la lluvia, sea ácida o radiactiva, dejen de insuflar vida a los campos que se van empequeñeciendo y a las selvas que han iniciado la vía de la extinción.

Se habla de cambio climático y de bombas atómicas, se dice que hay que tomar medidas para restringir la contaminación y la emisión de CO2, se habla de desarme mientras se decide quién puede  fabricar armas nucleares y quién no. Se habla, se dice y, mientras tanto, el tiempo pasa y los agoreros siguen anunciando el cataclismo final. ¿Qué podemos hacer ante ello? ¿Rezar? ¿Preparar nuestra alma para el más allá? ¿Resignarnos? ¿Quizá construirnos un bunker antiatómico, llenarlo de víveres, esperar a que el aire vuelva a ser respirable e inocuo o morir en el intento?

El fin de la vida en nuestro planeta no es una entelequia. Algún día, en un milenio venidero, la vida en la Tierra sucumbirá. Cuando el Sol agote el hidrógeno de su núcleo y se convierta en una estrella gigante roja, su diámetro sobrepasará al de la órbita de la Tierra y extinguirá toda forma de vida. Solo la mano ignorante y perversa del hombre puede adelantar esta exterminación.

Un día llegará el fin del mundo, al menos como lo conocemos. Pero ¿qué haríamos si supiéramos que el fin de nuestra civilización tendrá lugar de forma inminente? Supongo que algo parecido a lo que haríamos si alguien nos revelara el día de nuestra muerte. Algo parecido, quizá, a lo que haría quien acaba de ser diagnosticado de un cáncer terminal. Supongo, solo supongo, que, salvo quien se viera sumido en una profunda depresión paralizante, la mayoría intentaría aprovechar el poco tiempo que les queda para hacer lo que no pudieron hacer en toda su vida.

Vivamos, pues, como si tuviéramos el fin del mundo a
 la vuelta de la esquina. De este modo, si algún majadero, fanático e irresponsable, no atiende a razones, hace oídos sordos a la sabiduría y a la cordura dando al traste con este planeta, al menos podremos decir aquello de “que me quiten lo bailao”.