lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Qué es un tipi?


En otro de mis viajes a Suecia para “disfrutar” de una semana de “ejercicios espirituales” como acabé llamando a esas reuniones de trabajo en las que, de paso, trataban de infundirnos coraje ante las adversidades laborales, alentarnos a perseverar en nuestros objetivos y a saber negociar ante negociadores rebeldes, pude invitar a una de mis colaboradoras para, de este modo, motivarla y recompensarla por su buen hacer dándole esa oportunidad para integrarse en el grupo internacional. Así que, por una vez, no fui solo aunque no por eso sufrí menos.

En esta ocasión, el lugar elegido fue la región de Dalarna, al noroeste de Estocolmo, en un hotel a las afueras de Idre, una localidad cercana a Noruega y que hasta el siglo XVII había pertenecido a ese país. Nuestro lujar de alojamiento era un típico hotel rústico de montaña a unos cientos de metros de las pistas de esquí y de un tele-arrastre inactivo esperando su momento de gloria en pocas semanas. Todavía no hacía mucho frío y no había nevado, así que el ejercicio al aire libre que nos tenían preparado, como actividad social, no debería representar ningún reto físico y prometía ser un paseo bucólico por los montes en compañía de unos jóvenes guías que nos ilustrarían sobre la flora y la fauna del lugar. “Con un poco de suerte quizá podremos ver algún reno”, nos dijeron. Comimos carne de reno a espuertas y creo que incluso bebimos leche de reno pero lo que se dice verlos, no vimos un espécimen ni por asomo. La flora no es que fuera muy exuberante pues todo era monte bajo, algún que otro arbusto y poco más, y parecía que la fauna se había declarado en huelga y que sólo funcionaran los servicios mínimos pues los únicos seres vivos que vimos fueron unas pocas aves sobrevolando la zona a gran altura.

El día de la salida campestre amaneció soleado. Tras el desayuno, nos citaron en la sala de reuniones para darnos las instrucciones sobre vestimenta y calzado y comunicarnos la distribución en grupos, grupos de cinco o seis personas que acabarían contendiendo en un concurso de habilidad y de trabajo en equipo. En cada grupo habría la figura del líder a quien el resto de integrantes le deberían obediencia. “Espero que no me toque el papel de líder”, me repetía mientras iban repartiendo la lista con los grupos. Pero tan pronto eché una ojeada al papel que me tendieron, vi que mi nombre figuraba como tal en un grupo del que también formaba parte Törn Björn Johansson, nuestro estimado director internacional. Sólo me faltaba eso, tener que mandar a mi superior. Vale, ya sé que no era mandar de verdad, sino jugar a mandar, pero aun así me resultaba violento. Un hombre tan serio acatando mis órdenes. ¿Órdenes? Pero ¿qué le iba a ordenar, tanto a él como a los demás? Sé que me lo tendría que haber tomado como un divertimento, sin darle más importancia y usar sencillamente el sentido común pero, qué le vamos a hacer si yo era así de… no sé ni cómo calificarme. Siempre preocupándome por todo, por guardar las formas, por resultar competente a los ojos de los demás. Si me hubiera tomado las cosas de otro modo, hubiera disfrutado mucho más de la vida en general y de esa salida al monte en particular.

El grupo que me tocó liderar estaba formado por cuatro personas sin contarme a mí: Óscar, el holandés, Claudia, la guapa alemana, Törn, el gran jefe, y un sueco, cuyo nombre no recuerdo, al que no conocía, y que no encajaba con el prototipo nórdico, por lo vivaracho y menudo que era.

Tras la reunión informativa, nos encontramos todos frente al hotel dispuestos para la marcha y con atuendo cómodo, menos mi compañera mexicana con la que había cantado a dúo, años atrás, en el castillo de Tistad, que apareció con unos zapatos de tacón alto para andar por las cumbres. No será que en su país no tienen montañas, pensé. Tras recibir la oportuna censura de los guías, tuvo que aceptar unas botas prestadas por el hotel, una o dos tallas mayores a la suya, lo que le confirió un ridículo porte patoso y un humor de perros.

Al llegar a la cumbre, tras una hora de marcha, escuchando a ratos los comentarios de la guía que nos había tocado, hablando de la flora y la fauna autóctona, vimos a lo lejos una cordillera de montañas que, según nos dijo, formaban una frontera natural con Noruega. La vista panorámica que se abrió ante nosotros me dio una momentánea sensación de libertad, permitiéndome aspirar un aire frío, seco y puro que, al cerrar los ojos, me transportó a mil kilómetros de allí. Pero unas voces vinieron a devolverme a la realidad para volver a contemplar un paraje que se me antojaba triste e inhóspito.

Nos reunieron para indicarnos las actividades que debíamos llevar a cabo antes del almuerzo: montar un Tipi (¿Un Tipi? ¿Qué coño es un Tipi?), hacer fuego con la única ayuda de un palito de madera o pedernal y yesca, a nuestra elección, pescar con ayuda de una caña y un hilo, hacer pan a partir de algo parecido a la harina y hacer café al estilo de la abuelita y el calcetín. Todo estaba dispuesto. En un círculo de unos doscientos metros de diámetro estaban nuestras bases de operaciones con los bártulos desparramados por el suelo, entre los que sobresalían unos palos de unos tres metros de altura y una lona para construir nuestro Tipi, que ahora ya sabía que era esa tienda india que todos hemos visto en las películas del oeste, una piel de vaca o becerro como alfombra, y unas bolsas donde encontraríamos todo lo necesario para el resto de actividades manuales. Ah, y se me olvidaba, al término de toda esa frenética actividad cronometrada debíamos componer una canción e interpretarla. Y todo ello sería valorado por un jurado que por la noche entregaría el premio al equipo que más rápido y mejor hubiera trabajado.

Hicimos lo que pudimos. Excepto Óscar, que se presentó voluntario para hacer de pescador furtivo (ni siquiera me atreví a imponerles a cada uno un papel en esa comedia), el resto nos dedicamos a hacer de todo un poco. Mis dotes de mando brillaron por su ausencia. ¿De qué me había servido haber sido alférez en la “mili”? En aquella ocasión me las compuse bastante bien y ahora, en cambio, no lograba meterme en el papel de mando seguramente por falta de interés. ¡Qué fracaso!

Al cabo de un par de horas, Óscar apareció con las manos vacías (al menos no era el único que había fracasado) pero tan tranquilo, el Tipi ya estaba concluso y se sostenía en pie, el pan era obviamente incomible y el café se podía beber disimulando la cara de asco. Ya sólo faltaba la cancioncilla y en eso el menudo y simpático sueco resultó ser un aceptable trovador. Se inspiró en una tradicional canción sueca para ponerle una letra en inglés, que fue puliendo con ayuda de Óscar y Claudia (Törn y yo no abrimos la boca hasta que estuvo lista) y que dio por resultado una copla aceptable. Con todo, las caras del jurado, tras el examen, no auguraban nada bueno pero habíamos cumplido con nuestro deber y eso era lo que contaba. Ahora sólo faltaba el almuerzo y volver a los cuarteles para descansar hasta la hora de la cena de gala.

El almuerzo me recordó mi época de Boy Scout. Sentado en un terraplén, con el culo húmedo y dolorido, con el plato haciendo equilibrios en mi regazo, el vaso en el suelo, comiendo un estofado de reno, y casi tiritando pues el cielo se había encapotado y el aire soplaba cada vez más frío y con más fuerza, contaba los minutos que faltaban para dar por concluida la excursión. Tras un café medianamente bebible y un ponche no sé de qué pero que al menos nos ayudó a entrar en calor, nos dirigimos, monte abajo, hacia el hotel. Si la ida había sido ordenada, la vuelta fue casi una desbandada, un sálvese quien pueda, ni grupos ni orden, y dejamos a los pobres guías más solos que la una y sin siquiera agradecerles su amable colaboración. Adiós monte, adiós.

¿Qué decir de la cena? Nadie sabía dónde sentarse pero al final se fueron formando grupitos según afinidades. Yo no encontraba un lugar en el que pudiera sentirme a gusto y cuando lo encontraba, el asiento ya estaba ocupado. Hasta que oí la voz de Frédérique, mi colega francesa, que me llamaba y me ofrecía sentarme frente a ella en la cabecera de la mesa que daba al escenario que habían montado y en el que un showman polifacético animaría el cotarro y donde se haría la entrega del premio al mejor equipo. Esa proximidad me resultó incómoda pues ya me veía saliendo al escenario como voluntario forzado para cualquier cosa que se le ocurriera al animador.

Pero me equivoqué, aunque solo en parte porque en su última actuación, el humorista-mago-músico-cantante nos invitó a Frédérique y a mí, por ser la pareja que tenía más a mano, a bailar un vals que él interpretó con ayuda de un acordeón. Afortunadamente, la alegría reinante en la sala hizo que más de una pareja se añadiera al baile y, de este modo, pasáramos un poco más desapercibidos. Mientras bailaba pensaba sobre lo que hay que hacer para no ser mal visto y seguirle la corriente a los de arriba (véase mi entrada “Nunca tuve que ponerme un esmoquin”, en mi blog “Retales de una vida”, del 11-07-2013).

No recuerdo en qué consistió el premio. Creo que sólo fue un diploma al mejor grupo. Sí recuerdo que uno de los miembros del grupo ganador fue mi colaboradora, la cual tampoco se lo pasó muy bien pero, como todos, optó por el disimulo.

Hace unos meses almorcé con ella y hemos rememorado esa experiencia. No pudo aportar mucho más de lo que he contado sobre esa excursión. Lo que sí me dijo, y que yo no recordaba en absoluto, es que en una ocasión, durante el mitin, en la que me hizo notar que no bebía suficiente líquido (algo habitual en mí), le contesté, un poco cabreado, que cómo quería que bebiese si no tenía ni siquiera tiempo para mear (con perdón). Eso significa que el mitin debió de ser durillo. Resulta curioso que no recuerde algo así. Será que la mente procesa algunos recuerdos de tal modo que solo mantiene en activo lo que se sale de lo normal, lo que no es rutinario. Y es que en esa época, y hasta que abandoné la vida laboral, la tensión, el incordio y las contrariedades eran pura rutina.
 
 

 

4 comentarios:

  1. Josep Mª, distraído relato, pero no solo distraído sino que tiene un fondo interesante para reflexionar: el papel sumiso de los empleados respecto a sus jefes, a pesar de que les repugna en su conciencia. Todos tratan de no contrariar al jefe, aunque sea con buenos modales y palabras prudentes. El mundo de las relaciones laborales es muy falso. Se sabe, se sufre y se acepta.

    Saludos, amigo. Hasta la próxima entrada.

    Un abrazo.

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  2. Pues sí, Fanny, el mundo empresarial está repleto de hipocresía y, sobre todo, de concesiones y sacrificios en favor de la aceptación por parte de tus superiores, de la empresa para la que trabajas y, en definitiva, para conservar el puesto de trabajo que nos da de comer.
    Ahora, liberado de esa tiranía, me complace recrearme en algunos aspectos anecdóticos que, como bien dices, invitan a reflexionar aunque los presente con una cierta ironía. Ahora me río de muchas de las cosas que viví porque la distancia lo relativiza casi todo, pero en su día no me resultó nada divertido aunque hubiera podido serlo de haber sido yo más valiente o más imprudente.
    Gracias por comentar.
    Un abrazo.

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  3. Josep, me ha resultado tu relato de lo más entretenido y además me ha hecho sonreír en muchas ocasiones con esas peripecias que te parecían tan incómodas.
    Desde luego eres un extraordinario "cuentista", brindas al lector una lectura muy cómoda y agradable, sinceramente me encanta.
    Mis felicitaciones por tu forma de escribir.
    Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Elda. Resultas una lectora de lo más agradecida y me encanta que así sea y que pases un ratito agradable leyendo mis historias pues esa es, precisamente, mi intención. Eso me recuerda a aquellos recreos en el colegio, los días de lluvia, que nos teníamos que quedar en la clase y algunos de mis compañeros se arremolinaban alrededor de mi pupitre pidiéndome que les contara alguna "aventi".
      Un abrazo.

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