lunes, 28 de julio de 2014

Verano del 64 (Tercera parte)


Las dos niñas del grupo que más me atraían eran Maite y Helena. Las dos tenían la misma edad, diez años, pero Helena aparentaba ser algo mayor. Ambas tenían un atractivo especial aunque eran muy distintas, tanto físicamente como de carácter. Helena tenía el pelo negro y era más bonita y madura que Maite. Con ella tenía conversaciones como las que podía tener con un chico de mi edad. Además, siendo de Lérida, podía hablar con ella en catalán, lo que la hacía más cercana. Maite tenía el pelo castaño peinado en dos coletas y un flequillo que casi le tapaba los ojos y era de piel morena. Las pecas que adornaban sus pómulos y nariz le daban un aspecto infantil. Lo que me atrajo de ella, sin embargo, fue su espontaneidad, su simpatía, su desenvoltura y, por encima de todo, su picardía, una picardía sin malicia, propia de su edad, pero que ejercía sobre mí una atracción irresistible.

Yo notaba que las dos mostraban un interés especial por mí, me miraban y se comportaban conmigo con una confianza que iba más allá de lo que yo consideraba normal entre un chico y una chica a esa edad. Esa, llamémosle, complicidad, me hacía sentir importante pero a la vez incómodo pues, a mis catorce años, era la primera vez que me ocurría algo así, no en balde iba a un colegio religioso exclusivamente para chicos (como dictaban las normas de la época) y en el que se nos inculcaba todo tipo de prevenciones ante el sexo femenino. Esto y mi gran timidez natural hicieron que mis contactos con el sexo opuesto fueran tan esporádicos como superficiales.

Si para Maite y Helena, el resto de los chicos del grupo eran simplemente chiquillos, yo era, en cambio, como el oráculo de los dioses, mostrando una atención por todo lo que yo decía, rayando la admiración, que no sabía muy bien cómo interpretar. Mi duda era si yo les atraía como hermano mayor o como algo más, hasta que en uno de nuestros juegos, en el que tuvimos que formar parejas, Maite, sin pensárselo dos veces, insistió en que yo fuera su pareja y desde entonces prácticamente nunca se separaba de mí, tomándome de la mano siempre que tenía ocasión y no la veían sus padres, lo cual me henchía de satisfacción y de incertidumbre, no sabiendo cómo reaccionar ante tal muestra de afecto. Pero el momento álgido para ambas sensaciones tuvo lugar el día que me dijo, con una de esas sonrisas pícaras que tanto me cautivaban, que yo le gustaba y que podíamos ser novios.

Lo que para esa niña de diez años no era, seguramente, más que un juego, una diversión, un pasatiempo o a lo sumo una incipiente atracción hacia el sexo opuesto, para mí tuvo un impacto emocional que mucha más envergadura, porque nunca hasta entonces una chica había mostrado, ni mucho menos expresado, ese tipo de interés por mí.

Debo decir que la nuestra fue una “relación amorosa” inocente, como no podía ser de otro modo y que, a pesar de estar en plena pubertad, yo no sentía por ella una verdadera atracción sexual; no debía tener la libido lo suficientemente desarrollada o quizá la contemplación de aquel cuerpo de niña no era  aliciente suficiente para despertar un sentimiento erótico-sexual como el que experimentaría algo más tarde ante un cuerpo femenino. Ni siquiera cuando un día, jugando al escondite, nos alejamos del resto del grupo y Maite, haciendo alarde de su picardía, me enseñó sus braguitas, sentí una turbación más allá del placer que esa intimidad entrañaba. La visión de sus braguitas rojas en aquel cuerpo de niña no me produjo ninguna excitación sexual pero sí emocional al pensar que aquel acto reafirmaba su atracción por mí, sintiéndome, de ese modo, correspondido. Eso era lo que creía o quería creer.

Ahora lo recuerdo, con cariño y ternura, y veo a Maite simplemente como lo que era en realidad, una niña, aunque mis deseos y emociones no me permitieron darme cuenta. ¿Acaso una niña de diez años puede albergar ese tipo de sentimientos como los que yo esperaba? Lo que sí puedo afirmar es que yo sí me enamoré de Maite y tan fuerte fue lo que sentí a su lado que siempre he considerado que, a pesar de su temprana edad y de mi inexperiencia e inmadurez emocional, ese fue mi primer amor.

Experimentando, día a día, esos maravillosos sentimientos de adolescente enamorado, llegamos a los estertores de las vacaciones. Agosto tocaba a su fin y sólo quedaba un fin de semana por delante antes de la despedida, así que, aprovechando el último sábado que pasaríamos juntos los cinco miembros que componíamos el grupo de amigos y usuarios ocasionales del Renault Gordini de Miguel, fuimos a pasar el día al valle de Pineta, un día que resultaría, para bien y para mal, inolvidable.


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