jueves, 9 de enero de 2014

Haz el amor y no la guerra



¿Por qué la vida es tan complicada? Porque la esencia humana lo es.

¿Por qué, si queremos a alguien, podemos hacerle llorar? Porque cuando creemos que a quien amamos se está equivocando seriamente, no tenemos la suficiente destreza para que nuestros reproches no duelan y no sabemos controlar las emociones y las palabras.

¿Por qué queremos corregir los errores de quienes amamos? Pues porque el amor implica implicarse en la vida de nuestros seres queridos hasta el punto de sufrir con sus fracasos.

La única pregunta para la que no encuentro una clara respuesta es por qué creemos saber que ese alguien a quien amamos se está equivocando. Ahí es, precisamente, donde reside la complejidad de la vida: en nuestros sentimientos y creencias. La intuición, nuestras convicciones  y la voz de la experiencia nos indican dónde puede estar el error, el peligro. Si estamos o no en lo cierto, sólo el tiempo lo dirá, pero ¿y si no hay tiempo para ensayos y debemos intervenir antes de que sea demasiado tarde?

A las únicas personas a las que deseamos sacar, acertada o equivocadamente, de un error hasta el punto de hacerlas sufrir son los hijos y sólo quien ha sido padre sabrá reconocer lo duro de esta situación. El verdadero dilema se presenta cuando nuestra percepción o criterio de lo que es incorrecto o peligroso no coincide con el de ellos o ellas. Y si en cualquier etapa de la vida esta situación ya es, por sí misma, difícil, mucho más lo es en esa etapa, especialmente complicada, que es la adolescencia.

Si bien los hijos tienen derecho a equivocarse, los padres también lo tenemos a ejercer nuestra influencia y autoridad en contra de los deseos de quienes queremos más que a nuestra vida. Es preferible ser innecesariamente duros con la mejor de las intenciones que ser excesivamente blandos por temor a equivocarnos. Creo que el fin justifica los medios cuando se trata de la vida de nuestros hijos.

Pero ¿qué ocurre cuando no aceptan nuestra opinión? ¿Debemos dejar que vivan sus propias experiencias aun a riesgo de que el asumir una decisión equivocada les lleve a un fracaso estrepitoso, a un daño irreversible? Antes pensaba que sí, por supuesto. Ahora tengo serias dudas.

Las dudas, al igual que los errores, forman parte de la esencia humana. No podemos estar absolutamente seguros de todo lo que hacemos pero hay que tomar decisiones y las decisiones entrañan a menudo un riesgo, incluso un peligro, y no por ello nos paralizamos, sino que tenemos que seguir nuestro criterio asumiendo las consecuencias. Cuando se trata de un hijo, sin embargo, las cosas se ven de otro color. Nos erigimos en juez y parte pues juzgamos y a la vez nos sentimos responsables del resultado y, por ello, no siempre obramos con la necesaria imparcialidad. A veces, incluso, actuamos como un juez prevaricador, dictando una resolución a sabiendas de que es injusta. Nos basamos en la experiencia para hacer prevalecer nuestra postura. Ya se sabe, del mismo modo que lo justo no siempre es legal, tampoco tiene porqué ser forzosamente beneficioso. No es justo trabajar pero quien no trabaja no come.

Ciertamente, si optáramos por seguir los (sabios) consejos de nuestros predecesores en la aventura de la vida, evitando así caer en sus mismos errores, al no tener que repetirlos, avanzaríamos más rápidamente y con muchos menos obstáculos. Pero quizá seríamos menos sabios pues, al parecer, sólo aprendemos de nuestros propios errores. Así es el ser humano.

Entonces, ¿para qué enzarzarnos en trifulcas y diatribas con nuestros vástagos, aunque sea con la mejor de las intenciones, cuando no podemos disuadirlos y, al fin y al cabo, tienen el derecho a equivocarse? La respuesta es sencilla: porque no queremos que se equivoquen, que pierdan un tiempo precioso en experiencias vanas que consideramos negativas, y porque, sobre todo, nos duele verles sufrir. Pero ¿quién está en lo cierto? ¿Quién sabe si esas experiencias serán o no tan negativas como parecen? ¿Quién tiene derecho a oponerse a las decisiones de sus hijos aun pudiendo ser erróneas? ¿Debemos dejarles a su aire sin intervenir? ¿Debemos observar cómo caen sin mover un dedo?

Aunque duela, salvo en casos de delincuencia o conductas autodestructivas, no nos queda más remedio que dejarles hacer, dejarles de proteger como cuando eran niños y resignarnos a que vivan su vida a su modo. Ya pasó el tiempo de las enseñanzas, ahora toca aplicarlas y ellos son los únicos protagonistas de este ejercicio.

Debemos, en definitiva, amarles sin límites, sin luchas lacerantes para ambas partes, darles nuestro consejo y apartarnos para ver, de lejos, cómo se desenvuelven con éxito o bien fracasan aunque luego debamos recoger y ensamblar los restos del naufragio, secarles las lágrimas, curarles las heridas y ayudarles a reconstruir lo destruido. Es nuestro sino y deber como padres.

Debemos amarles y no guerrear inútilmente. Como decía la generación hippie: haz el amor y no la guerra.
 
 

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