jueves, 18 de abril de 2024

Volando voy, volando vengo

 


El precio de la vivienda, tanto de propiedad como de alquiler, es cada vez menos asequible para muchas familias y especialmente para las jóvenes parejas que quieren convivir juntas y los jóvenes que quieren independizarse. En estos casos, encontrar un piso, sobre todo en ciudades como Madrid o Barcelona, es cada vez más complicado debido a los precios desorbitados y a los alquileres excepcionalmente elevados. Y aunque muchos intentan compartir habitaciones o vivir en poblaciones dormitorio, en muchos casos tampoco les alcanza el dinero. Prueba de esta escandalosa situación, las redes sociales se hicieron eco recientemente de un caso en el que se alquilaba en Madrid un piso, por llamarlo de alguna forma, de doce metros cuadrados por 475 euros al mes. Increíble pero cierto.

Si esta situación se agrava en poblaciones eminentemente turísticas, el caso de Ibiza roza lo esperpéntico.

Es bien sabido que el turismo se asienta en la hostelería y la restauración. Cuantos más hoteles y restaurantes, más flujo de turistas, tanto españoles como extranjeros. ¿Y de quién dependen ambos negocios? De sus trabajadores. Pues resulta, como decía, esperpéntico que estos empleados de temporada no hallen donde caerse muertos a la hora de descansar, teniendo algunos que dormir en un sofá arrendado por 500 euros al mes —que el arrendador califica como un auténtico “chollo”— o, en el mejor de los casos, en furgonetas y autocaravanas. Y todo porque con sus salarios no se pueden permitir pagar un alquiler mínimamente decente, si es que pueden encontrar algún piso disponible que no se haya destinado al turismo. ¿No es un contrasentido? Se necesitan trabajadores, pero no tienen donde alojarse.

Un caso aparte y especialmente llamativo es el de Karla Andrade, una maestra de primaria mallorquina que trabaja en un colegio de Ibiza, al que fue destinada y que, debido a los inconvenientes del alto precio de la vivienda en esa isla balear, debe tomar dos aviones diarios para desplazarse de su residencia a su lugar de trabajo y de vuelta a casa, un problema que comparte con otros muchos trabajadores en sus mismas circunstancias.

Según ha contado esta joven, el coste de los vuelos es de unos 800 euros al mes, y eso gracias a la bonificación existente para los residentes que vuelan interislas, mientras que el alquiler de un piso en Ibiza puede rondar, lo más barato, unos 1.400 euros, a todas luces impensable para quien —según las fuentes consultadas— gana unos 1.200 euros al mes. Por lo tanto, si a este sueldo se le restan los 800 euros de transporte aéreo, a nuestra profesora le quedan 400 euros mensuales netos para vivir. Es de suponer que, al vivir en pareja, ambos contribuyentes a la economía familiar puedan hacer frente a los gastos de supervivencia.

Si hablamos de viviendas de compra, en términos absolutos, el precio más elevado en las islas Baleares se sitúa precisamente en Ibiza, con una media de unos 4.000 euros el metro cuadrado, habiendo alquileres por habitación que llegan a la friolera de 2.400 euros mensuales, todo un despropósito.

Si la Constitución española consagra el derecho a una vivienda digna, ¿cómo es que ninguna institución pública ha calibrado la magnitud de este problema, que en el caso concreto de las islas Baleares provocará un colapso por falta de trabajadores públicos y del sector turístico privado?

En todo el territorio español, con las lógicas diferencias entre Comunidades, la vivienda se ha convertido en un auténtico problema, por su encarecimiento y por la falta de vivienda social, que la recientemente aprobada (mayo de 2023) Ley de la vivienda no ha conseguido todavía paliar y que muy probablemente hallará serias dificultades para su desarrollo, bien por falta de interés político real o de coraje, bien por las presiones y renuencia de los especuladores y fondos buitre. Y ya sabemos que las leyes, por muy beneficiosas que sean para la ciudadanía, una vez aplicadas pueden cambiarse tan pronto cambia el partido en el Gobierno.

Y hasta que este problema no se resuelva —si es que se resuelve—, la multitud de trabajadores que se ve obligada a desplazarse en avión de su lugar de residencia al de su trabajo y viceversa, por falta de una vivienda asequible donde establecerse definitivamente, que lo pague con el sudor de su frente y que se aplique la canción: Volando voy, volando vengo; por el camino yo me entretengo.


lunes, 8 de abril de 2024

Curanderos modernos

 


El hombre de la fotografía —que puedo publicar porque es una persona pública y muy conocida, por lo menos en Catalunya— se llama Josep Pàmies (Balaguer, 1948) y es un campesino y posteriormente curandero, que se hizo famoso hace años por su defensa de los remedios naturales como la estevia. Esta fue su primera incursión en el curanderismo.

La estevia es una planta cuyas hojas poseen un poder edulcorante muy superior (las cifras varían según la publicación consultada) a la de la sacarosa (el azúcar de mesa), de ahí que se haya incluido como edulcorante natural en zumos, bebidas edulcoradas e incluso comidas.

Conocida esta propiedad, al señor Pàmies se le ocurrió explotarla de forma que recomendaba consumir esa parte de la planta como si de una lechuga se tratara. Sus cultivos de estevia se incrementaron exponencialmente para dar salida comercial a su producto. Pero la cosa no quedó ahí, pues se publicaron algunos artículos que le concedían a este producto la capacidad de reducir la acidez estomacal, de evitar la proliferación de patógenos en nuestro organismo, de combatir la diabetes, de reducir la hipertensión arterial y, ojo al dato, de reducir el riesgo de padecer cáncer de páncreas, por su contenido en kaempferol, un componente antioxidante. Así que pasamos de un simple edulcorante a un producto con múltiples propiedades curativas. De este modo, se abrió la veda a los vendedores de productos naturales milagrosos, con múltiples aplicaciones médicas. Y desde entonces, el campesino leridano vio en ello un potencial maravilloso para hacerse famoso y rico, o rico y famoso, que el orden de los factores no altera el producto.

Su empeño en promulgar y vender todo tipo de falsos medicamentos, llevó al departamento de salud de la Generalitat de Catalunya a sancionarlo, en septiembre de 2018, con dos expedientes por la venta de este tipo de productos desde su página web: uno de 30.000 euros por una preparación de plantas destinada a la cura del cáncer y la leucemia, y el otro de 90.000 euros por la venta de una solución de clorito de sodio (MMS) para el autismo.

Lejos de disuadirle de continuar con esta práctica, Pàmies siguió con su cruzada. En octubre de 2018, fue nuevamente multado con 600.000 euros por una conferencia sobre el MMS, que tuvo lugar en la ciudad de Balaguer, y en febrero de 2019 otra por un acto en Argentona, con la participación de Pep Riera, otro agricultor conocido por su activismo social y político, y de Teresa Forcades, médica, teóloga y monja benedictina, que se hizo famosa por su beligerancia contra la industria farmacéutica y su negacionismo ante las vacunas para la gripe A, primero, y la Covid-19, después, quienes han denunciado lo que consideran una persecución a Pàmies.

Viendo que Pàmies proseguía con su campaña, en 2020, el Consejo General de Colegios de Médicos de Catalunya presentó una denuncia contra él ante la fiscalía del Tribunal Superior de Justicia por un delito contra la salud pública y otra por publicidad engañosa en el contexto de la grave emergencia sanitaria a causa de la pandemia de Covid-19. Ambas quedaron inusitadamente archivadas.  Este año 2024, nuevamente el departamento de salud de la Generalitat le ha multado con 1,2 millones de euros por seguir promoviendo el uso del MMS para tratar el autismo.

Aparte de que la venta de clorito de sodio es fraudulenta e ilegal, por no estar registrado como medicamento, y totalmente ineficaz en el autismo, sin ningún tipo de estudio clínico controlado que lo avale, su ingestión puede provocar serios efectos secundarios e intoxicación.

Es cuando menos sorprendente que Pàmies sea un campesino venido a científico y que figuras que para mí eran respetables, como la de Teresa Forcades, se hayan convertido en sus adláteres de este sinsentido. Porque, si todo lo dicho hasta ahora fuera poco, en contraposición a sus veleidosas afirmaciones a favor de falsos medicamentos, Pàmies afirma categóricamente que el VIH y la hepatitis C no existen.

Llegado a este punto, me asombra que las autoridades sanitarias hayan sido, y sigan siendo, tan tolerantes con este individuo que pone en riesgo la salud de los consumidores de sus productos milagrosos, o en el mejor de los casos, que les tima vendiéndoles un placebo. Lo único que han hecho hasta ahora ha sido incrementar el monto de las multas sucesivas.

Considero que a alguien que pone en serio peligro la salud pública, se le debería aplicar el código penal y no limitarse a imponerle multas, que seguramente paga con gusto —«Si quieren multarme, que me multen», ha llegado a afirmar—, porque las ganancias de su negocio fraudulento exceden con creces a estos gastos punitivos.

¿A qué está esperando la administración catalana para poner definitivamente freno a los desmanes de este delincuente que tiene, además, la desfachatez de plantarles cara? ¿Acaso esperan que se produzca alguna muerte o intoxicación grave como la del aceite de colza? Cuando ello tenga lugar, todos escurrirán el bulto y se echarán las culpas mutuamente. Así actúan nuestros políticos, incluso en asuntos tan graves como este.

 

domingo, 24 de marzo de 2024

Malditos bastardos, digo petardos

 


Esta entrada solo, o mayoritariamente, la comprenderá los que tienen animales de compañía —en mi caso, un perro— que se aterrorizan con las detonaciones, estruendo y zambombazos de los petardos.

Llamadme rarito, pero a mí nunca me han gustado los petardos, ni siquiera de niño, y diría que incluso les tenía pavor, sobre todo desde que a mi hermana menor casi la dejan ciega mientras paseábamos observando las hogueras que se montaban en las calles de mi ciudad natal en las noches de San Juan.

Si bien reconozco la belleza de los fuegos de artificio, no entiendo ni entenderé la atracción, por no decir pasión, por los petardos lanzados tanto por niños como por sus mayores. Cuando se aproxima la verbena de San Juan, veo deambular por las calles gente cargada con bolsas repletas de todo tipo de artilugios explosivos, que antes, durante y después de la típica celebración sanjuanera, dejan los jardines, parques y calles de toda mi población hechos un vertedero al aire libre, hasta que a los barrenderos municipales les llega el turno de limpiar lo que los incívicos ciudadanos han ensuciado.

Pero intentando ser tolerante, asumo que, en momentos puntuales, durante un evento tradicional, se lancen cohetes y todo tipo de petardos, pero una vez terminado aquel debería volverse a la normalidad. Pues no, como decía anteriormente, esas manifestaciones explosivas tienen lugar en cualquier momento y lugar, empezando muchos días antes de la celebración —ya sea la fiesta mayor, la fiesta de la juventud, la de la rosa o cualquier otro festejo inventado o recuperado del pasado— y terminando muchos días después de la misma, hasta que el arsenal pirotécnico adquirido por los apasionados celebrantes se agota, quienes, hasta que no les llega ese triste momento, se pasean a todas horas del día y de la noche, por las calles lanzando a diestro y siniestro esos odiosos explosivos, con gran algarabía por su parte.

Me gustaría saber qué les produce tanto placer a los aficionados a hacer explosionar estos malditos petardos. ¿Qué gozo oculto entrañan? ¿Será una forma de desahogo? ¿De sentirse importante? Porque, a pesar de la peligrosidad intrínseca de los artilugios pirotécnicos, que producen graves accidentes tanto en los usuarios como —en mucha menor proporción— en los puntos de venta y de almacenamiento, es innegable que nadie es capaz de renunciar a su empleo donde les da la gana, sin pensar si molestan a otros ciudadanos que no son amantes de esa “emotiva” actividad.

Pero volviendo al efecto de los petardos en los perros —y supongo que en otras especies animales—, no solo son los pobres animales indefensos los que sufren ansiedad ante tales explosiones jubilosas, sino también sus contrariados dueños, que tenemos que soportar y sobrellevar como podemos la angustia y desazón de nuestras mascotas sin hallar un modo de aliviarlas. Si solo se tratara de unos minutos —el tiempo de duración de los fuegos de artificio—, no tendríamos más remedio que aguantarnos, pero el caso es que tales estruendos se prolongan horas y días sin que podamos hacer nada por evitarlo. ¿Quién se atreve a ir en contra de una tradición tan arraigada entre la población? Sería como ir en contra de las corridas de toros y otras actividades taurinas en las calles de muchos pueblos. Como mínimo se nos tacharía de aguafiestas.

Así pues, como en muchas otras actividades molestas, no tenemos otra opción que soportar con airada resignación a esos fastidiosos activistas, quienes, eso sí, se llevan, por mi parte, un aluvión de insultos e improperios varios. Contra ellos no hay nada que hacer —y eso es lo que más me indigna—, pues incluso las asociaciones protectoras de los animales no son capaces de evitar, ni siquiera mitigar, el sufrimiento producido por esa tortura psicológica animal.

Como decía al principio de esta entrada, solo aquellos que tienen y aman a sus mascotas —que son mucho más que eso, pues son miembros de nuestra familia y los queremos y cuidamos como a tales— entenderán y compartirán mi animadversión hacia esos malditos petardos. Y si no, pues qué le vamos a hacer.


sábado, 16 de marzo de 2024

¿Karma? ¿Qué karma?

 


Se conoce como karma la energía derivada de los actos de un individuo durante su vida, que condiciona cada una de sus sucesivas reencarnaciones, hasta alcanzar la perfección. El karma justifica o explica los dramas humanos como la reacción a las acciones buenas o malas realizadas en el pasado más o menos reciente. Así pues, podemos decir, según ello, que todo lo que hacemos tiene una repercusión a corto, medio o largo plazo. Por lo tanto, el karma viene a decir que si cometemos actos negativos él se encargará de que tengamos consecuencias negativas en el trascurso de nuestra vida y si, por el contrario, cometemos actos positivos, recogeremos experiencias positivas.

Vaya por delante que yo no creo en la reencarnación y, por lo tanto, no creo en algunos de los planteamientos anteriormente expresados, pero sí que llevan a plantearme algo que siempre me ha intrigado, ya desde muy niño: ¿Quien hace el mal, lo acaba pagando? O, mejor aún: ¿El bien siempre vence al mal?

Mi respuesta a estas dos preguntas es totalmente negativa. Creer en ello solo es una forma de ilusión para compensar nuestras frustraciones ante una injusticia. Por desgracia, he conocido bastantes casos en que el supuesto “malvado”, no solo no ha recibido su merecido, sino que ha tenido éxito en todo lo que ha hecho y se ha propuesto hacer.

Las enseñanzas cristianas apelan a la justicia divina que, en el juicio final, enviará al infierno (sea cual sea su acepción y naturaleza) a los pecadores que no se hayan arrepentido en vida de sus malos actos. Esta creencia insufla al que ha sufrido una injusticia, la resignación, al pensar que el culpable pagará su mal comportamiento en la otra vida y que él, con su conducta cristiana de poner la otra mejilla, se ganará el cielo (o como se quiera considerar a este concepto) y la paz eterna. Conformismo es lo que, en realidad, preconizan muchas religiones y creencias que, por cierto, yo no profeso.

Como inconformista que soy ante las injusticias, tanto propias como ajenas, reitero que no he tenido el gusto de ver cómo se hace justicia en esta vida, sintiéndome con ello impotente ante una situación que vemos constantemente a nuestro alrededor. Debo aclarar que aquí no me refiero a la justicia impartida en los juzgados ante delitos de distinta índole cometidos por delincuentes —que, aun así, muchas veces se libran de un castigo justo y necesario—, sino a esos actos cometidos por quienes ostentan el poder, tanto en el ámbito público como en el privado, en forma de abusos o de coacciones de cualquier tipo y que producen un daño irreparable a quienes las sufren. A este tipo de actos injustos es al que me refiero al pensar en lo útil que sería el karma si hiciera bien su trabajo.

De todos modos, no puedo dejar de mencionar el hecho de que a menudo observamos en la vida pública que muchos delitos graves quedan impunes, que hay individuos y organizaciones que se libran de pagar sus faltas, como si gozaran de impunidad ante la ley.  Dictadores, tiranos y genocidas ¿han pagado y pagarán por sus execrables actos? Solo me viene a la mente el juicio de Nuremberg, que impartió justicia contra los responsables del Holocausto, si bien no todos los que merecían ser castigados fueron juzgados o condenados a pena alguna. Recordemos también la ejecución en la horca de Sadam Hussein y otros casos en que, más que justicia, deberíamos hablar de venganza, como la muerte de Muamar el Gadafi y, muchos años atrás, de Benito Mussolini, a manos del gentío enfervorizado. Pero esos actos revanchistas y cruentos tampoco entrarían en este capítulo. Estoy a favor del principio de que quien la hace, la paga, pero, a poder ser, por medios lícitos, es decir impartiendo justicia de acuerdo con la ley, y no precisamente la del Talión.

Para concluir, diría que, a pesar de mi experiencia personal negativa, ¿debo creer en el principio del karma? ¿Debo confiar en que quien hace el mal lo pagará tarde o temprano? Y vosotros: ¿creéis que, como dice el refrán, a cada cerdo le llega su San Martín?


viernes, 8 de marzo de 2024

Haters

 


Desde que las redes sociales han invadido nuestra vida social, valga la redundancia, ha aparecido una serie de nombres, títulos y actividades que no cesan de crecer. Primero fueron los facebookers, o de un modo más coloquial, feisbuqueros, que junto con los bloggers, o blogueros, eran mayoría; a estos les siguieron los twiterers o tuiteros, los instagramers (término sin equivalente en castellano), los youtubers o yutuberos, y más recientemente los viners (usuarios de la red social Vine, dedicada a compartir vídeos cortos y a los que todavía no se les ha asignado el más que probable calificativo castellano de vineros).

Así pues, Facebook, los blogs de todo tipo, Twiter (ahora bautizada como X por su propietario, el archimillonario y excéntrico Elon Musk), Instagram, Youtube y el ya mencionado Vine, son las redes sociales que dominan este espacio creado en internet por personas u organizaciones que se conectan con una inmediatez increíble para compartir intereses o valores comunes.

Si estas redes o aplicaciones son útiles para la sociedad lo dudo, pero sí debo admitir que contribuyen a expandir noticias y hechos privados y públicos de forma instantánea, pero que solo interesan a sus usuarios. Pero como en toda aplicación tecnológica, hay pros y contras, y esos contras los estamos sufriendo cada vez con más intensidad. Un instrumento no es malo per se hasta que el uso que se le da resulta pernicioso.

Hay quien gana mucho dinero compartiendo sus imágenes, experiencias, conocimientos, ideología, etc., en función del número de personas que visionan sus, en algunos casos, chorradas y diatribas mentales, que luego son imitadas por sus fieles seguidores. Y ahí entra el denominado Influencer, que, como su nombre indica, influye (a veces muy negativamente) en el comportamiento de sus admiradores.

Entiendo que a muchos de esos “promotores” les mueve un afán de notoriedad y de rendimiento económico, pues cada vez hay más que viven de ello. Pero lo que no entiendo es la existencia de esas otras personas que se dedican a denigrar u ofender a una organización o a otras personas, normalmente populares o famosas. Son los denominados haters, término inglés que significa odiadores (hate = odio, odiar).

Los haters se caracterizan por ser personas que, sistemáticamente, se dedican a criticar duramente, a hostigar y ridiculizar a sus “presas”, de forma pública para, de este modo, dar más repercusión a sus ataques. Me las imagino personas cínicas, desdeñosas y hostiles por naturaleza, amargadas, hipócritas y, evidentemente, agresivas.

Deben ser de esas personas que, por costumbre y con ánimos de perjudicar al destinatario de sus invectivas, dejan una opinión muy negativa e incluso nefasta en las webs de las empresas (restaurantes y cualquier otro tipo de negocio) a las que han acudido en alguna ocasión o que ni siquiera conocen de primera mano. Solo les mueve el ánimo de perjudicar, de dañar la imagen de su objetivo.

El ámbito de su actuación son esas redes sociales a las que he aludido anteriormente, por su difusión extensa y pública, y siempre intentando hacer valer su opinión por ser el único razonamiento correcto para ellos. Suelen ser políticamente incorrectos, pues emiten sus juicios —o debería decir prejuicios— de forma provocativa, buscando la confrontación que, por lo general, no aparece porque el aludido prefiere no entrar en el juego y obviar las sandeces que aquel utiliza en su contra. Y no creo que esa animadversión esté dirigida a una única persona o grupos de personas o entidades. Es algo natural en ellos. Cualquier motivo es bueno para odiar, simplemente les gusta atacar a otros con cualquier excusa (militancia o ideología política, credo religioso, gustos musicales, raza, sexo, etc.).

Parecido al hater está el troll (al que hasta ahora desconocía), que se dedica a publicar comentarios provocadores con la finalidad de hacer enfadar y provocar al resto de la comunidad de usuarios, por simple diversión. A diferencia del hater, que, aun siendo hostil, muy crítico y negativo, pero que aporta su punto de vista, aunque sea desagradable, el troll busca interrumpir una línea de conversación, burlándose de forma ingeniosa e irrelevante. Un tonto del culo, vamos. Y perdonad la vulgaridad, pero no he encontrado otro calificativo para definirlos.

Ignoro cuántos haters existen a nuestro alrededor, aunque sospecho que cada vez son más, pues parece que el odio retroalimenta a esos odiadores compulsivos. Es bien sabido que el odio genera odio, y solo hay que ver la situación política de nuestro país y de otros muchos en el mundo.

Ahora los políticos se echan los trastos a la cabeza y hacen declaraciones a través de tweets (o tuits). Claro que no sé cuál es el mejor, o peor, modo de calumniar y atacar al oponente, si de forma verbal o escrita. Dependerá de la difusión que se le dé a esos mensajes.

Creo que la figura del hater se ha instalado en nuestra sociedad para siempre y ocupa muy diversos puestos y no solo en las redes sociales, sino también en quienes ostentan cargos de responsabilidad.

El mandamiento que dice “amar a tu prójimo como a ti mismo” —uno de los diez mandamientos más difícil de cumplir, todo hay que decirlo— y el mandato bíblico de “haz el bien y no mires a quien” se han fusionado y mutado para convertirse en “odia a tu prójimo y no mires de quien se trata”.

Pienso, y quiero creer, que el odiador compulsivo es un infeliz, porque acumular odio no puede hacer feliz a nadie. Quizá estemos ante un enfermo mental que solo encuentra alivio vomitando sapos y culebras. Que Dios nos libre de los haters. Amén.

 

domingo, 3 de marzo de 2024

¿Quién es esa Chica?

 Hoy, excepcionalmente, no traigo a este espacio ninguna queja o reivindicación social. En su lugar, he optado por contar una historia basada en hechos reales y que demuestra hasta qué punto un viejo romántico y nostálgico como yo puede llegar a imaginarse algo que, a ojos de los demás, puede parecer estúpido. Para hacerla más llevadera, me he permitido resumirla. Aun así, probablemente solo les resultará interesante a quienes hayan pasado por algo parecido, aunque dudo mucho que haya alguien tan ingenuo (o necio) como yo.



Cuando vi por primera vez a aquella chica detrás del mostrador, rejuvenecí de pronto más de cuarenta años. No me lo podía creer. ¿Sería un espejismo? Era idéntica a Viviana. Claro que la memoria nos juega, a menudo, malas pasadas y nos hace ver lo que queremos ver. Por eso, acabé rechazando la idea de que fuera quien yo pensaba.

 

Yo tenía dieciséis años cuando conocí a Viviana y ella quince. La esperaba cada tarde a la salida del colegio de monjas al que iba y la acompañaba hasta su casa. Y así cada día hasta que, no sabiendo cómo conservarla, la acabé perdiendo. Yo era muy joven e inexperto en la técnica —¿o debería decir arte?— de la seducción y eso me pasó factura.

Nos reencontramos unos años después. Por casualidad. En la calle. Nos reconocimos y volvimos a pasear juntos, una vez más, hasta su casa. Esta vez parecía que todo iría mejor, pero tampoco logré mi propósito y nos volvimos a distanciar, a pesar de mis esfuerzos para retenerla a mi lado. Supongo que todavía no sabía lo suficiente o no tenía los atributos que ella deseaba que tuviera su pareja ideal. Yo ya tenía diecinueve años, a pesar de que aparentaba los dieciséis de tres años antes. Mi timidez y mi aspecto infantil jugaron siempre en mi contra. Ella, en cambio, ya era toda una mujer con los dieciocho años recién cumplidos.

 

Insisto en que cuando vi por primera vez a aquella chica, detrás de la barra, mi mente retrocedió hasta finales de los años sesenta. Cuando tuve que pedirle lo que deseaba para comer, allí de pie, delante del mostrador, la miré fijamente y, si no fuera por el tiempo transcurrido, habría dicho que era su hermana gemela o, en plan más realista, su hija.

          Seguramente estaba equivocado. La Viviana que conocí hablaba en catalán. Aquella chica, en cambio, habló en castellano, tanto con los clientes como con sus compañeras, durante todo el tiempo que estuve esperando que me entregara mi comanda. Claro que la hija de Viviana podía muy bien hablar la lengua paterna, ¿Qué sabía yo? Una elucubración, la mía, como cualquier otra de mi estilo.

          El parecido era increíble: su mirada, su media sonrisa, las pecas en los pómulos, alrededor de su nariz, recta y proporcionada, los gestos, la manera de moverse... Hasta su voz me pareció igual, pero eso debía ser, seguramente, fruto de mi imaginación. Si a veces nos cuesta recordar la voz de un ser amado cuando hace años que nos dejó, ¿cómo podía recordar la de una joven a la que hacía cuarenta años que no veía?

          Desde aquel día, cada vez que iba a tomarme un bocadillo a aquel local y la veía, no podía evitar pensar en el hecho de que tenía delante a una réplica de la Viviana que conocí. Hasta que el tiempo, la sensatez y la costumbre convirtieron aquella circunstancia en una simple anécdota.

          Pero, he aquí, que un día una compañera la llamó, desde la distancia, “Vivi” —o eso me pareció— y, de pronto, todo empezó de nuevo. Vivi podía ser perfectamente una abreviación de Viviana y no resultaba insólito que le hubieran puesto el nombre de pila de su madre. Y así volvió mi ridícula obcecación. Estuve a punto de preguntarle si tenía una madre de mi edad, que se llamaba Viviana, que, de adolescente estudió en el colegio de monjas de La Gran Vía barcelonesa y que... Pero ¡qué disparate! ¿Qué habría pensado de mí? ¿Que estaba chiflado, que era un viejo sonado o, peor aún, un viejo verde? Además, dejando de lado la altísima improbabilidad de que fuera cierta mi sospecha, ¿qué importaba ya si aquella chica de la que me enamoré en mi adolescencia, tenía o no una hija —que por edad podía ser hija mía— que me la recordaba cada vez que la veía en aquella bocatería?

          Todo ello demuestra varias cosas: que tengo una imaginación novelesca o los recuerdos demasiado pegados a mi cerebro, que la nostalgia de los hechos de juventud me hace soñar despierto y ver cosas que no existen, que se me ha parado el reloj y que vivo anclado en el pasado, que el tiempo corre tan deprisa que me parece que fue ayer cuando iba detrás de las chicas, que soy un viejo romántico, ridículo e incluso infantil, que...

Finalmente, no tuve más remedio que dejar correr esa ridícula obsesión, por mucho que me habría gustado tener noticias de Viviana —al igual que de otras chicas que dejaron huella en mi vida sentimental—, volver a poner los pies en el suelo y olvidarme de monsergas.

 

Y así quedó la cosa hasta que unos diez años después, hace tan solo unas dos semanas, la he vuelto a ver en otra bocatería de la misma franquicia en mi población. Físicamente ha cambiado un poco —diez años no pasan en vano—, pero conserva un aspecto juvenil —debe tener unos treinta años—, pero su expresión es ahora más dulcificada y menos distante con el público.

          Cuando me sirvió la bandeja con mi comanda, me miró y, esbozando una amable sonrisa, me deseó buen provecho.

          Sentado con unos amigos con los que me había reunido allí para desayunar, la observé desde nuestra mesa y les conté toda esa historia ridícula, quién fue Viviana en los años sesenta y cómo se le parecía esa chica. Todos se giraron para observarla y, sonrientes, me animaron, bromeando, a que se lo contara, aprovechando que el local estaba prácticamente vacío a aquella hora y no habría ningún testigo presencial que pudiera oír mi confesión y ponerla en evidencia. Creo que mis amigos, además de bromistas, también son unos soñadores, de ahí que compartamos el gusto por la literatura y participemos en el mismo grupo de escritura.

          Lógicamente, me marché del local sin haberle dicho nada y pensando que le había hecho un favor a aquella pobre chica que, por causa del destino, también se llamaba Viviana y que yo, en mi desaforada fantasía, le había atribuido un parentesco con “mi” Viviana, como hija imaginaria e imaginada.

          No quiero imaginarme qué pasaría si algún día me hallara frente a una joven idéntica, o muy parecida, a cualquier otra chica de las que estuve enamorado de adolescente.

          Y que conste, que mi mujer está al corriente de quien fue Viviana y de todo lo que acabo de relatar y no puso ningún impedimento para que se la contara a la protagonista de esta historia. 


viernes, 23 de febrero de 2024

Ancianos

 


Según el Diccionario de la lengua española, un anciano es “una persona de mucha edad”. Como el término mucho me resulta muy vago, preferiría usar, en su lugar, el de “edad avanzada”, aunque tampoco sea muy aclaratorio.

La OMS considera una persona de edad avanzada (ellos sí usan este término) a la que tiene entre 60 y 74 años. Desde los 74 a los 90, es vieja y más allá de esta edad de una vejez avanzada.

La verdad es que a mí el calificativo viejo no me gusta nada. Viejo es un mueble, un coche, un objeto cualquiera, pero no una persona.

Dentro de cuatro meses cumpliré los 74, por lo que todavía estoy considerado oficialmente una persona de edad avanzada, y al año siguiente ya seré un viejo. Pero yo, en contra de la opinión pública, sigo considerándome un viejo joven o, si mucho me apuráis, un adulto mayor.

Pero vayamos a las estadísticas: A uno de enero de 2022 (no he logrado encontrar datos más recientes), el número de personas mayores en España ascendía a 9.479.010, lo que representaba casi un 20% de la población total (47.479.000 de habitantes). A fecha de hoy, poco habrán variado estas cifras.

Si miramos el número de pensionistas, al cerrar 2023 había en nuestro país algo más de 9 millones, aproximadamente un 18,75% de la población. Evidentemente, no todos los pensionistas son personas de edad avanzada ni todas las personas de edad avanzada cobran una pensión, pero para hacernos una idea del peso económico que representa la población anciana, estos datos son suficientemente aclaratorios.

Hasta aquí, todo han sido consideraciones sobre el significado de la palabra anciano, o persona de edad avanzada, y su incidencia en la sociedad española, pero lo realmente importante es saber y ver cómo viven y son consideradas estas personas por el resto de la población.

Hace unos días, leí que 4 de cada 10 personas mayores de 65 años se sienten solas. Esto es muy triste y grave.

Uno de los problemas con las personas mayores, aunque no el más importante, es lo que se ha dado en llamar “edadismo”, es decir, los estereotipos, prejuicios y la discriminación hacia las personas asociados a la edad, fenómeno este presente, de forma aceptada, en casi todos los ámbitos de la sociedad. La Fundación Pasqual Maragall, colaboradora con la investigación del Alzheimer, ha elaborado un documento en el que se distinguen tres tipos de edadismo: el institucional, referido a los servicios que discriminan y limitan la participación de las personas según su edad; el interpersonal, en el que se usa un lenguaje plagado de términos y expresiones despectivas asociadas al envejecimiento; y el autoinfligido, cuando las personas mayores acaban interiorizando discursos negativos relacionados con la edad.

El edadismo, según la OMS, impacta negativamente en la salud y el bienestar de las personas, especialmente en las mayores, en cuyo caso su efecto se manifiesta por una menor esperanza de vida y peor salud física, mental y emocional, una menor calidad de vida, un mayor aislamiento social, un incremento de la inseguridad económica, y un mayor riesgo de sufrir casos de violencia y abuso.

Con respecto a este último punto, todos hemos conocido casos de maltrato en residencias de ancianos, que, aunque sean afortunadamente minoritarios, son un claro ejemplo de lo anteriormente dicho. La discriminación de la banca hacia las personas de edad avanzada, a quienes no se les facilita las transacciones de sus ahorros, los desahucios de personas vulnerables por razón de edad y economía, que son expulsadas de sus viviendas y a las que se deja sin amparo, hasta que una “obra de caridad” se apiada de ellos, son algunos ejemplos del desamparo al que están sometidos.

De niño, me educaron en el respeto a las personas mayores, tratándolas con educación y cediéndoles el asiento en cualquier transporte público, Hoy día —y no pretendo ser un viejo nostálgico que piensa que todo lo pasado fue mejor— ese comportamiento ya no existe y se trata a los ancianos, en el mejor de los caos, con conmiseración, como si fueran dignos de lástima o niños pequeños.

Llegados a cierta edad, muchos ancianos no pueden valerse por si mismos y la vida moderna y ajetreada, hace que sus hijos no puedan hacerse cargo de ellos, pues requieren una atención continua y muchas veces sanitaria. Es comprensible, en tales casos, que los familiares responsables de ellos acudan al empleo de una residencia de ancianos, donde serán atendidos como se merecen y como quisiéramos ser atendidos todos nosotros. Pero no deja de ser triste ese alejamiento del hogar, el suyo o el de sus hijos, al que se ven empujados, muchas veces contra su voluntad.

Los viejos estorban, son un gasto, un engorro, que algunos desaprensivos, por no llamarlos sinvergüenzas, que ostentan el poder, desatienden su responsabilidad moral y social para velar por su salud y bienestar en las residencias públicas que los acogen (algunas en un estado y con unos medios lamentables), y cuya muerte por causas perfectamente evitables, los trae al pairo porque de todos modos tenían que morirse.

Las leyes, las costumbres y, en definitiva, el sistema, no ampara lo suficiente a los ancianos necesitados de ayuda, que son muchos, dejándolos en una situación muy frágil. Han sido ciudadanos que, con su trabajo y su contribución económica, han levantado el país y lo han hecho mejor, son seres humanos que al llegar a una edad en la que ya no son rentables, se les aparca, esperando que desaparezcan lo antes posible para ahorrar en pensiones, por muy paupérrimas que sean.

No sabría decir si esa situación tan desgarradora que he expuesto es la regla general o la excepción. Solo puedo decir lo que mis ojos ven y han visto. Ojalá estuviera equivocado y espero que las personas mayores de hoy no se vean en ninguna de estas situaciones en un futuro próximo.